“No soy digno de que entres en mi casa”
1 Cor 12, 17-26. 33; Sal 39, 7-17; Lc 7, 1-10.
Esta frase se recuerda todos los días antes de la comunión. Y, ¡qué apropiada! El centurión romano de Cafarnaún no estaba tuerto. Usaba sus dos ojos, el de la razón y el de la fe. Si yo puedo –se decía– mandar a este soldado o al otro que haga un determinado trabajo, ellos lo hacen. Lo mismo, si Jesús quiere mandar a la enfermedad de mi criado que se vaya de él, ¿quién le impediría obedecerlo? ¿Acaso la distancia? Por eso, cuando Jesús va de camino a la casa del Centurión, éste le dice, por medio de unos amigos, que no es preciso que se llegue hasta su casa: “No soy digno de que entres bajo mi techo, y ni siquiera me considero digno de salir a tu encuentro… pero di una palabra y mi criado quedará sano”.
Lleno de fe, de amor, de razonamiento y lleno de humildad, así se muestra el Centurión. No pide para sí, pide para su criado. Y pide sin condiciones, sin alegar méritos, como un pobre que necesita. Sufre con el dolor de su sirviente, y por él implora la salud. Y lo hace con esa humildad que sabe a lucidez y a verdad. He aquí un maravilloso encuentro realizado en el hueco de la ausencia del encuentro físico. Y Jesús se quedó admirado (ethaumasen) del centurión romano y lo alabó ante la multitud: “¡Ni en Israel he encontrado una fe tan grande!”. Y el enfermo fue curado.
Cuando la fe (en Jesús) y el amor (al pobre) se encuentran, desaparecen las fronteras (judío~pagano) y se disuelven las barreras (amo~criado), y florece la salud y la alegría, y Dios es una fiesta sin discriminaciones. ¡Gracias!
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
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