Is 1, 10-17; Sal 49, 8-23; Mt 10, 34—11, 1.
Mientras no entienda que Jesús me pide el centro de mi mundo afectivo, poco podré entender de la vida cristiana. Antes que “el padre o la madre o los hijos… antes que la propia vida… “el que la da por mí, la hallará”, nos dice hoy Jesús en este evangelio.
Sin esta relación primera, –que no quita lugar en el corazón, sino que lo ensancha para amar con Jesucristo a los otros– la vida cristiana se vuelve relación con leyes, miedos, éticas, servicios, cumplimientos, comparaciones con los otros… Y aquello que era la primera relación y jugo de las demás, da un largo rodeo de activismos para terminar nuevamente en un ego avariento de méritos y similares milongas.
Sólo Jesús, en la historia, ha tenido las pretensiones de ser amado más que los propios padres o los hijos o la propia vida. Porque nadie nos ama como él, y él sabe que amarle es nuestro mayor bien. No nos lo pide para su beneficio, sino para nuestra dicha. No es un cobrador de impuestos, sino un dador de vida y de gozoso sentido. Y el amarlo a él nos plenifica y nos hace posible amar a los demás –padres, hijos, etc.– con amor gratuito.
Del amor afectivo a Jesucristo nace el amor efectivo, lleno de servicios hacia los demás. Esta es la experiencia de los santos y de los mejores cristianos de todos los tiempos. Mira la historia y te lo dirá. Mira hoy a tu alrededor y verás quiénes, contra viento y marea, cuidan a sus familias de verdad y a los pobres que los necesitan. Y tienen tiempo –amor– para todos. Y no se desmoronan ante las variadas y frecuentes dificultades. ¿Y nosotros?
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
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