“Les mostró las manos y el costado”
Hch 5, 12-16 | Sal 117, 2-27 | Jn 20, 19-31.
El Jesús resucitado no es lo mismo que antes, pero es el mismo. Ahora ya no está sometido a las tinajas del tiempo y del espacio. Y se presenta a sus discípulos sin pedirle permiso a las puertas, ni a los muros que nosotros levantamos. Les da la paz, la misión y el Espíritu para perdonar los pecados. Pero aquel atardecer, Tomás no estaba con sus compañeros, no hacía comunidad con ellos. Y era el primer domingo 3 de la historia.
Cuando los otros le contaron su encuentro con Jesús, sólo le faltó llamarles botarates. Y se puso a inventar condicionales: “si no veo en sus manos…, si no meto mi dedo… si no introduzco mi mano en su costado… no creeré”. (Parece mi maestro en ingeniarse excusas). Si mis hijos no me dieran tanto trabajo, si estuviera menos cansado, si cambiaran de párroco, si hoy no tuviera que arreglar el calefactor… iría a misa con la comunidad).
Jesús, el amoroso y paciente Jesús, se presentó de nuevo el domingo siguiente, cuando ya estaba Tomás. “Acerca aquí tu mano y mete tus dedos y mira mis manos… y mi costado…”.
Y, con Tomás, también yo quiero confesarlo: “¡Señor mío y Dios mío!”. Quiero conocerlo y amarlo y responder a su pregunta de siempre: ¿Quién soy Yo para tu vida de cada día? ¿Quién soy Yo para sus actitudes, tus relaciones y motivos?
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
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