2Sam 11, 1-4a.5-10a.13-17; Sal 50; Mc 4, 26-34.
El Reino de Dios trabaja secretamente en la vida como la semilla oculta en la tierra; pasan los días y las noches y “el granogerminaycrece, sin que él sepa cómo”. El Reino de Dios necesita de personas que lo anuncien viviéndolo.
Ellas tienen la experiencia de un encuentro que las cambio desde dentro; es su secreto mejor. Y, pronto, sienten el ansia de compartirlo con otros, con tantos que buscan o que viven atrapados en las injusticias (como agentes de ella o como pacientes). O engañados por las ofertas diarias de esta o la otra ideología.
El Reino de Dios se ofrece a todos, pero pide esa silenciosa apertura del que se sabe necesitado. Y en él va obrando silenciosamente, aún antes de que él lo sepa. Es como una semilla, un grano de mostaza, como esa muda levadura que entra en diálogo con la masa, y la transforma. Al principio parece insignificante, pero para quien se abre a ella, le incendia la vida y la llena de sentido y de alegría. Ante los otros tiene la misma apariencia, acaso defectos parecidos, como el enamorado que pasa inadvertido ante los demás. Pero es ya una persona nueva. Y un día se atreve a proclamar en alto o sobre la corteza de un árbol el nombre de la persona amada. La fuerza redentora del Reino de Dios vive en lo oculto, pero un día u otro sale como palabra y servicio a los demás, como amor gratuito. “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”. (Papa Francisco). Una alegría que es expansiva.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Vicente Hernández Nolasco, C.M.
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