Respondiendo a la pregunta: «¿Cómo voy a celebrar este Año Santo de la Misericordia?»
Cuentan la historia de un hombre y una mujer a los que Dios situó en un lugar maravilloso en el que tenían de todo, hasta la libertad necesaria para poder elegir, para poder decidir. Ese Dios, Padre Bueno, les puso una pequeña prueba para medir su fidelidad. Una mañana, ese hombre y esa mujer a quienes llamamos Adán y Eva, o si preferís, nuestros primeros padres, se levantaron con el deseo de tejer una historia distinta de la que habían vivido. Les pasó como nos ocurre a nosotros, que algunos días nos levantamos con el pie cambiado y todo nos sale mal, hasta caemos en algunas acciones contrarias a lo que sabemos que nos conduce a la dicha, a la felicidad.
Ellos le contaron a Dios que una serpiente les había enredado de mala manera, y se dejaron enredar. El Creador y Padre se disgustó muchísimo. Hasta les quitó los privilegios del Edén. Pero con quien fue intransigente fue con la serpiente. Estas son las palabras que le dirigió: Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; ésta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón (Gén 3, 15). Esta profecía se cumplió hace 2015 años. Así puso Dios por obra el primer gesto de misericordia con nosotros. A pesar del disgusto, no les condenó. A Dios le pudo su corazón lleno de compasión y misericordia hacia el ser humano que había creado a su imagen y semejanza. Les prometió un Salvador que aplastaría la cabeza de la serpiente, o sea, el mal, el pecado. Les dio y nos dio un Mesías llamado Jesús, para salvarnos y no para condenarnos.
Y el salmista nos recuerda: El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No está siempre acusando ni guarda rencor; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas (Sal 102, 8-10).
El Salvador, el Mesías, Jesucristo, hace 2015 años acampó entre nosotros, haciéndose uno de nosotros. Nos habló de un Padre misericordioso, que perdona siempre y lo hace por amor. Lucas, en su evangelio, nos narra preciosas y esperanzadoras historias de misericordia, que Jesús contaba a sus oyentes: el buen samaritano (10, 25-38); el hijo pródigo (15, 11-32); el publicano y el fariseo (18, 9-14); Zaqueo (19, 1-10); el buen ladrón (23, 39-43). En definitiva, son muchos los que a lo largo de la historia han sido cauce para que la misericordia divina se derramara sobre los corazones afligidos.
En el siglo XVII, la Divina Providencia regaló a la humanidad y a la Iglesia un hombre que se significó por su amor misericordioso. Se llamaba Vicente de Paúl, nacido en el sur de Francia. Recuerdo estos dos momentos de su vida de evangelizador de los pobres. En enero de 1617, en Gannes, impartió el sacramento de la misericordia a un anciano atormentado por ocultar muchos pecados que no le permitían vivir en paz. Fue tal la dicha que sintió el anciano, que contó a la Señora de Gondi lo agradecido que estaba a Dios y al señor Vicente porque le habían liberado de un gran peso. De este hecho y del sermón que predicó Vicente de Paúl el 25 de enero, conversión de san Pablo, en Folleville, nació la Congregación de la Misión para ser cauce de la misericordia divina entre los pobres. El otro momento queda fechado en 1630 y centrado en Picardía y Champaña. La guerra estaba dejando en Guisa y sus alrededores un aspecto desolador. L. Abelly lo describe así: … Y cuando se retiraron de los alrededores de Guisa, dejaron allí un grandísimo número de soldados muertos de hambre y atacados de diferentes enfermedades; los cuales, queriendo esforzarse en andar para buscar algún alivio, caían de debilidad a lo largo de los caminos y morían miserablemente privados de sacramentos y de todo consuelo humano. Esto mismo les ocurría a los habitantes de aquellos lugares. Enterado el Señor Vicente de la magnitud de la tragedia, envió dos misioneros con un caballo cargado de víveres y unas 500 libras de plata. Sin solución de continuidad, envió otros misioneros a otras zonas de esas dos provincias, con grave riesgo para sus vidas. Sólo Dios conoce la magnitud de esta obra de misericordia.
El Papa Francisco quiere que celebremos un Jubileo Extraordinario de la Misericordia, como tiempo propicio para la Iglesia, para que haga más fuerte y eficaz el testimonio de los creyentes. Es un regalo que nos anima a pensar en ese Padre que, desde el Paraíso hasta hoy, no ha dejado de ser misericordioso con todos y cada uno de los seres humanos. Os invito a que tengamos presentes estas palabras que cita el Papa en la Bula “El rostro de la misericordia”, y que pronunció San Juan XXIII en la apertura del Concilio Vaticano II: En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad. La Iglesia católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad católica, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para los hijos separados de ella.
Que en el cruce de todos los caminos nos encontremos con el amor misericordioso de nuestro Dios Creador y Padre. Y que cada uno de nosotros seamos la mano alargada de ese Padre misericordioso con todos los marginados, excluidos y pobres.
Autor: Eblerino Díez Llamazares, C.M.
Fuente: Boletín Vicenciano, Congregación de la Misión, provincias de Madrid, Salamanca y Barcelona, nº 3, diciembre de 2015.
0 comentarios