1 Sam 1, 24-28; 1 Sam 2; Lc 1, 46-56.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor”
En la primera lectura de hoy se repite el caso de las mujeres que acuden a Dios para implorar un hijo. Ana es un ejemplo claro de cómo Dios siempre escucha al afligido. Ella como Isabel y otras más en la Sagrada Escritura, dolidas por su esterilidad se acercan a Dios para pedir la bendición de un descendiente. La respuesta de Dios a sus lamentos les devuelve la esperanza. Ana muestra su agradecimiento a Dios, primero ofreciendo el hijo al servicio del templo, después, pronunciando un cántico de alegría.
En el evangelio, el canto del Magnificat es la acción de gracias de María, por las maravillas que Dios ha realizado en ella. En el cántico, María proclama la plenitud de las gracias que Dios ha derramado en ella y en favor de los hombres, haciéndola la más alegre de todas las criaturas. Es este gesto también se reconoce la fuerza de Dios que hace justicia a los pobres haciendo efectivas las promesas hechas a los antepasados.
Este cántico no pierde actualidad porque en labios de María resuena el clamor de los humildes y sencillos de la tierra, de los oprimidos y des- heredados de todos los tiempos que en Jesús han visto ya la intervención personal de Dios en favor suyo. Dios ha intervenido para defender los intereses de los pobres destruyendo los planes de los poderosos. Un cambio de orden se da: “exaltación de los humildes y caída de los opresores” (v 52). Dios “sacia a los pobres y despoja a los ricos” (v 53). Aprendamos: la humildad cristiana no consiste en considerarse poca cosa, sino en saber que nuestra pequeñez unida a la grandeza de Dios lo puede todo, y que todo lo grande que somos y tenemos es don de Dios.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Jorge Pedrosa Pérez, C.M.
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