Miqueas 5, 1-4ª; Salmo 79; Hechos 10, 5-10; Lucas 1, 39-45
Sobre la necesidad de la visita a domicilio, San Vicente nos dice: «Hay que hacerla pensando solamente en Dios y como la hizo la santísima Virgen, cuando fue a visitar a santa Isabel, esto es, con toda mansedumbre, con amor, con caridad» (SVdeP IX, 246)
La expectativa mesiánica llega a su culmen, todo parece preparado para contemplar el gran acontecimiento de la intervención directa de Dios en la historia humana. El profeta Miqueas anuncia la llegada de un Mesías. Desde luego que el profeta no está pensando directamente en Jesús. Israel mantenía la expectativa del surgimiento de uno o varios mesías que garantizaran su liberación. Incluso, este Mesías podía ser no una persona, sino una comunidad o un tiempo mesiánico. Sin embargo los creyentes en Jesús hacemos una lectura de este pasaje desde la experiencia cristiana. Todas las características señaladas por el Profeta se aplican a Jesús: nace en Belén (haciendo referencia a la tierra de David), su origen es de tiempo inmemorial, todos serán congregados en torno a él, pastoreará a su pueblo en el nombre del Señor y garantizará la tranquilidad del pueblo hasta los confines de la tierra.
En el Salmo que proclamamos, hacemos una plegaria de súplica al Señor para que restaure al pueblo. Este salmo invita a poner la confianza en el Señor, que vendrá a salvar al pueblo y a devolverle el vigor y el señorío que tenía antes del exilio.
El bello pasaje de la carta a los Hebreos expresa la diferencia diametral entre el culto antiguo y el nuevo culto inaugurado por Cristo. El culto antiguo requiere sacrificios, pero con Cristo ese culto ha quedado superado. Cristo en persona se hace ofrenda nueva al Padre. Y dice: aquí estoy, Señor para hacer tu voluntad. Y por esta actitud oblativa y obediente al Padre todos nosotros participamos de la santidad. En Jesús, todos los creyentes hemos sido santificados.
Después de la experiencia de la anunciación, María se pone en camino para visitar a su pariente Isabel. Se dirige a las montañas de Judá a un pueblo que hoy se conoce como Ain Karim. El encuentro de las dos mujeres se ve resaltado por el gozo expresado por el salto del niño en el vientre de Isabel. Algunos identifican este sobresalto como el grito esperanzador de los pobres ante la proximidad de la salvación. Isabel reconoce a María como feliz, “bienaventurada” porque ha puesto su confianza en las promesas del Señor y ha aceptado la misión encomendada. Este pasaje, conocido familiarmente como la “Visitación de María a su Prima Isabel”, es el preámbulo del cántico del Magníficat. En María Jesús viene a nuestro encuentro. Como Isabel, agudicemos el espíritu para percibir la proximidad del Señor. Continuemos preparando personal y comunitariamente, en los grupos apostólicos, para el acontecimiento de la Encarnación del Hijo de Dios. Éste es precisamente el misterio de la Natividad. Conociendo ahora la actitud de fe total por parte de María, cuando el Ángel le anunció que Dios la había escogido para ser su madre terrenal, Isabel no se recató en proclamar la alegría que da la fe. Lo pone de relieve diciendo: «¡Feliz la que ha creído!» (Lc 1,45).Es, pues, con actitud de fe que hemos de vivir la Navidad. Pero, a imitación de María e Isabel, con fe dinámica. En consecuencia, como Isabel, si es necesario, no nos hemos de contener al expresar el agradecimiento y el gozo de tener la fe. Y, como María, además la hemos de manifestar con obras. «Se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,39-40) para felicitarla y ayudarla, quedándose unos tres meses con ella (cf. Lc 1,56).
«María es perseverante: “Perseveró en medio de todas las dificultades que se presentaron durante la vida y hasta la muerte de nuestro Señor”» (SVdeP X, 937)
Fuente: http://ssvp.es
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