El Papa Francisco inaugura el Año Jubilar de la Misericordia

por | Dic 9, 2015 | El Papa, Noticias | 0 comentarios

El Papa Francisco, junto al Papa Benedicto XVI, inauguraron ayer el Año de la Misericordia. Con la apertura de la puerta santa se inicia un periodo de 12 meses, un año jubilar que nos invita a la conversión y a un cambio de actitudes.

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En palabras del padre Agustín Cabré:

La iglesia católica vivirá un tiempo especial desde el 8 de diciembre de 2015 al 20 de noviembre de 2016. En ese período invita a vivir y celebrar al año jubilar de la misericordia.

Se trata de un tema muy cercano al corazón del papa Francisco, porque en él se centra el meollo del mensaje del evangelio. Jesús vino a proclamar el amor de Dios Padre-Madre en la historia de la humanidad. Y si es amor, es misericordia, bondad, comprensión, ternura. En la carta de anuncio de este tiempo especial, dice Francisco: «es mi deseo que el Jubileo sea experiencia viva de la cercanía de Dios, como si se quisiese tocar con la mano su ternura, para que se fortalezca la fe de cada creyente y, así, el testimonio sea cada vez más eficaz».

Cuando se habla del «año de jubileo» hay que volver a la experiencia de Israel que cada siete años dejaba descansar las tierras, aprovechando solamente lo que naturalmente produjera; que debía dejar en libertad a los que hicieran trabajos de esclavos; que los que habían vendido sus propiedades podían recuperarlas, porque la tierra no se podía vender a perpetuidad.

En la tradición cristiana el tiempo de jubileo fue tomando características propias, conservando el llamado a ponerse en paz con Dios, con el prójimo y consigo mismo. Pero se le fueron añadiendo simbolismos que pusieron un disfraz al verdadero sentido original: para demostrar la libertad interior del que vive el jubileo, había que hacer gestos exteriores: peregrinar a los santuarios (desde luego, a Roma) para pasar por «la puerta santa»; hacer signos penitenciales (acudiendo al sacramento de la reconciliación); realizando obras de caridad (ayudando materialmente a algún necesitado).

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Texto de la homilía de ayer, del papa Francisco:

Dentro de poco tendré la alegría de abrir la Puerta Santa de la Misericordia. Cumplimos este gesto como he hecho en Bangui, tan sencillo como fuertemente simbólico, a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado, y que pone en primer plano el primado de la gracia. En efecto, lo que se repite más veces en estas lecturas evoca aquella expresión que el ángel Gabriel dirigió a una joven muchacha, sorprendida y turbada, indicando el misterio que la envolvería: «Alégrate, llena de gracia» (Lc 1, 28).

La Virgen María es llamada en primer lugar a regocijarse por todo lo que el Señor ha hecho en ella. La gracia de Dios la ha envuelto, haciéndola digna de convertirse en la madre de Cristo. Cuando Gabriel entra en su casa, hasta el misterio más profundo, que va más más allá de la capacidad de la razón, se convierte para ella un motivo de alegría, motivo de fe, motivo de abandono a la palabra que se revela. La plenitud de la gracia puede transformar el corazón, y lo hace capaz de realizar un acto tan grande que puede cambiar la historia de la humanidad.

La fiesta de la Inmaculada Concepción expresa la grandeza del amor Dios. Él no es sólo quien perdona el pecado, sino que en María llega a prevenir la culpa original que todo hombre lleva en sí cuando viene a este mundo. Es el amor de Dios el que previene, anticipa y salva. El inicio de la historia del pecado en el Jardín del Edén se resuelve en el proyecto de un amor que salva. Las palabras del Génesis llevan a la experiencia cotidiana que descubrimos en nuestra existencia personal. Siempre existe la tentación de la desobediencia, que se expresa en el deseo de organizar nuestra vida independientemente de la voluntad de Dios. Es esta la enemistad que insidia continuamente la vida de los hombres para oponerlos al diseño de Dios.

Y, sin embargo, la historia del pecado solamente se puede comprender a la luz del amor que perdona. El pecado sólo se comprende bajo esta luz. Si todo quedase relegado al pecado, seríamos los más desesperados entre las criaturas, mientras que la promesa de la victoria del amor de Cristo integra todo en la misericordia del Padre. La palabra de Dios que hemos escuchado no deja lugar a dudas a este propósito. La Virgen Inmaculada es ante nosotros testigo privilegiada de esta promesa y de su cumplimiento.

Este Año Extraordinario es también un don de gracia. Entrar por la puerta significa descubrir la profundidad de la misericordia del Padre que acoge a todos y sale personalmente al encuentro de cada uno. ¡Es Él quien nos busca! ¡Él quien sale a nuestro encuentro! Será un año para crecer en la convicción de la misericordia. Cuánta ofensa se le hace a Dios y a su gracia cuando se afirma sobre todo que los pecados son castigados por su juicio, en vez de anteponer que son perdonados por su misericordia (cf. san Agustín, De praedestinatione sanctorum 12, 24) Sí, es precisamente así. Debemos anteponer la misericordia al juicio y, en todo caso, el juicio de Dios será siempre a la luz de su misericordia. Atravesar la Puerta Santa, por lo tanto, nos hace sentir partícipes de este misterio de amor, de ternura. Abandonemos toda forma de miedo y temor, porque no es propio de quien es amado; vivamos, más bien, la alegría del encuentro con la gracia que lo transforma todo.

Hoy, aquí en Roma y en todas las diócesis del mundo, cruzando la Puerta Santa queremos también recordar otra puerta que, hace cincuenta años, los Padres del Concilio abrieron hacia el mundo. Esta fecha no puede ser recordada sólo por la riqueza de los documentos producidos, que hasta el día de hoy permiten verificar el gran progreso realizado en la fe. En primer lugar, sin embargo, el Concilio fue un encuentro. Un verdadero encuentro entre la Iglesia y los hombres de nuestro tiempo. Un encuentro marcado por el poder del Espíritu que empujaba a la Iglesia a salir de los escollos que durante muchos años la habían recluido en sí misma, para retomar con entusiasmo el camino misionero. Era un volver a tomar el camino para ir al encuentro de cada hombre allí donde vive: en su ciudad, en su casa, en el trabajo…; donde hay una persona, allí está llamada la Iglesia a ir para llevar la alegría del Evangelio y llevar la Misericordia y el perdón de Dios. Un impulso misionero, por lo tanto, que después de estas décadas seguimos retomando con la misma fuerza y el mismo entusiasmo.

El jubileo nos provoca esta apertura y nos obliga a no descuidar el espíritu surgido en el Vaticano II, el del samaritano, como recordó el beato Pablo VI en la Conclusión del concilio. Cruzar hoy la Puerta Santa nos compromete a hacer nuestra la misericordia del Buen Samaritano.

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