1 Mac 2, 15-29; Sal 49; Lc 19, 41-44.
Al divisar la ciudad, lloró por ella
Hay una tristeza que nace del amor (perdido o no hallado). Y las lágrimas son las desoladas perlas de ese desencuentro. Jesús se duele por Jerusalén, como por una esposa infiel.
“Ojalá reconocieras lo que te lleva a la paz, pero… no reconociste el momento en que fuiste visitada por Dios”.
¡Cuántas lágrimas le costamos! ¡Cuánta amorosa paciencia y misericordia! ¡Cuántas oportunidades desperdiciadas! En lugar de escribir “Jerusalén”, puedo escribir mi nombre, y dolerme por el dolor que le causo. Él quiere nuestro bien, no quiere que terminemos cercados, perdidos y derribados. Jesús llora por su pueblo y sus lágrimas son para nosotros dolidas y actuales preguntas: “Pueblo mío, qué te he hecho, en qué te he ofendido, respóndeme”…
El filósofo judío Otto Weininger, suicidado muy joven, escribió: “En Israel se dio la posibilidad máxima de que ha dispuesto un pueblo: la posibilidad de Cristo”. Y ésta misma es tu posibilidad, y la mía. Él sigue llamando a la puerta, ¿no lo oímos?
¡Qué dicha si respondemos bien! Qué bien si abandonamos los viejos escombros, las sombras, las peleas, los repetidos descuidos y sorderas. Que Jerusalén nos sirva para no repetir la tristeza de su rechazo. ¡Danos, Señor, esa gracia!
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
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