1 Mc 1, 10-15. 41-43. 54-64; Sal 118; Lc 18, 35-43.
Me reconozco, Señor, en este pordiosero del camino de Jericó. El evangelio me dice tres cosas de él: que era ciego, que era mendigo y que estaba sentado, y no en el seguimiento. Ciego para ver las señales que me envías y lo que realmente me conviene; mendigo de cualquier cosa, de cualquier imagen o apego para sobrevivir, cuando tú me ofrece el mejor pan y el mejor proyecto de vida; y flojo y bien sentado al margen del camino, sobre el remendado manto de mis rutinas y excusas, en el desamor de cada día.
Quiero, Señor, parecerme a lo que luego hizo este pobre: pedir misericordia. “¡Ten compasión de mí!” Pero muchos me mandan callarme, me dicen que no los perturbe, quieren recortarte a su gusto. No quiero, Señor, someterme a sus dictados y que me separen de tu misericordia. Por eso grito con más fuerza: ¡Ten compasión de mí! Y cuando tú me llamas a tu lado y me preguntas: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Mi corazón se llena de alegría y de confianza, y te digo: “¡Haz, Señor, que yo vea!”. Y tú, que esperabas mi petición para curarme, me darás la vista nueva. Y, entonces, al ver de verdad, veré que nada hay más hermoso, apasionante y revolucionario que seguirte a ti.
¡No permitas que ya nunca abandone el Camino que tú eres! ¡Gracias!
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
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