«Las obras de Dios tienen su momento; es entonces cuando su Providencia las lleva a cabo, y no antes ni después… Aguardemos con paciencia y actuemos y, por así decir, apresurémonos lentamente» (SVdeP)
Hoy se nos pide, en el Evangelio, que miremos al cielo, de donde vendrá el Hijo del hombre el día señalado por Dios para juzgar al mundo. También Daniel, nos habla, por su parte, del fin del mundo, de la resurrección de los muertos y del juicio que abrirá a los hombres las puertas de la vida eterna. En la carta a los Hebreos, se habla de Cristo, el Sumo Sacerdote glorificado que está junto a Dios, después de haber ofrecido su propia vida como sacrificio para salvar a los hombres.
El pasaje de Daniel que hoy meditamos, anuncia la intervención de Dios, a favor de sus fieles a través de Miguel, el ángel encargado de proteger a su pueblo. Estas palabras de Daniel, hay que entenderlas en el marco amplio de todo el Libro, cuyo género y estilo corresponde a la corriente llamada “apocalíptica”, muy popular a finales del período del Antiguo Testamento. El Libro de Daniel, es un llamado a la esperanza, característica principal de toda la literatura apocalíptica. El texto, también es subversivo para la época, pues invita al rechazo del señorío absoluto de los opresores griegos de aquel entonces, que a punta de violencia se hacían ver como dueños absolutos de las personas, del tiempo y de la historia.
El breve texto de Hebreos, hace hincapié en el sacrificio “único y definitivo” ofrecido por Cristo para remisión de los pecados y “perfección definitiva” de los consagrados, acción que le valió sentarse en forma triunfal a la derecha de Dios.
Por su parte el Evangelio, nos presenta en versión de Marcos, una mínima parte del discurso escatológico, es decir, referente a los últimos tiempos. Debe tenerse en cuenta que, aquí no se habla del fin del mundo en sentido estricto; ésta es una interpretación equivocada, que no ha traído los mejores resultados ni a la fe del creyente, ni a su compromiso con el prójimo, ni con la historia. Jesús, no predica el fin del mundo; ése no era su interés. Las imágenes de una conmoción cósmica, descrita como estrellas que caen, sol y luna que se oscurecen, etc., son recursos literarios de aquel estilo apocalíptico que suele usarse en el Antiguo Testamento, para describir la caída de algún rey o de una nación opresora. Para los antiguos, el sol y la luna, eran representaciones de divinidades paganas, como lo encontramos en Deuteronomio 4, 19-20; Jeremías 8,2; o, Ezequiel 8,16; mientras que los demás astros y lo que ellos llamaban “potencias del cielo” representaban a los monarcas o jefes que se sentían hijos de esas divinidades y oprimían a los pueblos en su nombre, creyéndose ellos, también, seres divinos, como nos lo presenta Isaías 14,12-14; 24,21; o, Daniel 8,10.
En línea con el Antiguo Testamento, Jesús describe no tanto la caída de un imperio o algo por el estilo, para Él lo más importante es anunciar los efectos liberadores de su Evangelio; y es que el Evangelio de Jesús debe propiciar el resquebrajamiento de todos los sistemas injustos que de uno u otro modo se van erigiendo como astros del firmamento humano. Los discípulos de Cristo han de comprometerse con ese final de los sistemas injustos, cuya desaparición no debe causar miedo y angustia, sino alegría; la alegría que sienten los oprimidos cuando son liberados.
Esa debiera ser nuestra preocupación constante y el punto para discernir si nuestras tareas de evangelización y nuestro compromiso con la transformación de lo injusto en relaciones de justicia están causando de verdad, aquel efecto remecedor, transformador que debe tener el Evangelio.
¿Hasta dónde llega nuestro compromiso evangelizador, por medio de nuestras propias vidas, en la coherencia de nuestra fe y nuestra forma de vivir?
«La gracia tiene sus momentos. Abandonémonos a la Providencia de Dios y guardémonos mucho de anticiparnos a ella» (SVdeP)
Fuente: http://ssvp.es
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