Is 25, 6. 7-9; Sal 129 — 1 Tes 4, 13-14. 17-18; Jn 6, 51-58.
Jesús nos antecedió con su muerte, colgado el cuerpo, la vida subastada por treinta monedas, y el corazón abierto como un manantial inextinguible. Pero la piedra de su sepulcro fue removida, ¡Aleluya!, y él resucitó de veras. Para él y para nosotros.
¿Dónde están nuestros difuntos? ¿Dónde mi hermano Julio que se nos fue hace algo más de un año? ¿A dónde vamos a parar?… Algunos piensan que se los tragó el negro agujero de la nada. Otros creen en la telenovela de las reencarnaciones. Nosotros sabemos por Jesucristo que la resurrección es nuestro destino, y Dios es el cielo que esperamos. Como lo decía, en el siglo IV, san Hilario de Poitier: “El que es el Camino, no nos conduce por veredas intransitables; el que es la Verdad no nos engaña con la mentira; el que es la Vida no nos abandona en el terror de la muerte”. Desde la Vida, y pisando con Jesús la muerte, vamos hacia la vida.
Por eso, hoy celebramos, desde la pena de la separación, la alegría de la vida nueva para nuestros difuntos. Y oramos por ellos. La oración es la forma de seguir amándolos en Aquél que a todos nos une. ¡Madre nuestra, María, ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte! Amén.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
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