Sermón de la montaña. Gustave Dore, 1832-1883

«Para morir como Jesucristo hay que vivir como Jesucristo» (SVdeP)

La visión del Apocalipsis y el Evangelio de las Bienaventuranzas, son dos pilares sobre los que descansa la liturgia de esta fiesta. La enorme muchedumbre de los redimidos, descrita en el Apocalipsis, es a la vez una realidad presente, aunque invisible, y un futuro en pos del cual caminamos. El Evangelio de las Bienaventuranzas, nos señala el camino que hay qué seguir: “Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios”. San Juan hace, en su primera Carta, un lazo de unión entre estas dos lecturas. Afirma nuestro presente: “ahora somos hijos de Dios”; y, predice el futuro: “lo veremos, tal cual es”.

La Iglesia celebra este día, la Solemnidad de todos los Santos. Qué bueno sería que esta solemnidad, no se redujera sólo al mundo católico, sino que sirviera de jornada de reflexión y encuentro a todas las iglesias, las denominaciones cristianas y las no cristianas, para caer en cuenta de que todos, como hijos del mismo Padre, estamos llamados a la santidad, entendida como un estilo de vida, que se traduce en obrar el amor y la misericordia de Dios y su justicia, sin importar a qué institución se pertenece, sino la calidad del servicio que se presta a los demás.

La festividad está iluminada por un pasaje entrecortado del Apocalipsis que nos muestra una visión del autor, en medio de un número concreto de elegidos, ciento cuarenta y cuatro mil, y otro número indefinido de santos que, según palabras del mismo Señor, son los que vivieron de la tribulación, los que pasaron la prueba del dolor y la persecución. Sería absurdo pensar que, Cristo padeció, murió y resucitó sólo para salvar a ciento cuarenta y cuatro mil seres humanos de todos los millones que hemos existido y existirán.

La primera Carta de Juan, llama la atención de sus destinatarios, para que vivan asombrados por el inmenso Amor de Dios, que nos ha hecho a todos hijos suyos; esta filiación nos la ha otorgado Él de modo gratuito, por medio de su Hijo, gracias a su pasión, muerte y resurrección.

El pasaje del Evangelio, que nos presenta hoy la Liturgia, corresponde la versión de San Mateo de las Bienaventuranzas. Puesta al inicio del primer discurso de Jesús, se puede entender como la puerta de entrada a lo que llamamos el “Proyecto del Maestro” o “su propuesta de vida”. Mateo, intenta ir demostrando que, en Jesús, la Alianza y la Ley antigua, tienen una culminación y un cumplimiento definitivos.

Las Bienaventuranzas de San Mateo, ocho en total, se nos presentan como un desafío, como algo que todavía nosotros, hombres y mujeres de este nuevo milenio, no logramos incorporar a nuestras vidas.

Quizá no fue acertada aquella catequesis que nos obligaba a aprender de memoria, como si se tratara de las tablas de multiplicar, los mandamientos de la Ley de Dios, las bienaventuranzas, las obras de misericordia, las virtudes teologales… en fin, todo aquello que constituye la esencia de creyentes cristianos, verdades que exigidas de un modo memorístico no lograron, para nada, transformar a fondo nuestra vida cristiana.

Si a propósito de la festividad de Todos los Santos, se nos sugiere el texto de las Bienaventuranzas, es porque ellas son, en verdad, el camino de la santidad; en y con las Bienaventuranzas como carta de navegación de nuestra vida, es posible alcanzar la meta de nuestra santificación, entendida como la lucha constante por lograr en el cada día, el máximo de plenitud de la vida según el querer de Dios.

“No podemos asegurar mejor nuestra felicidad que viviendo y muriendo en el servicio de los pobres” (SVdeP)

Tomado de http://ssvp.es