Por: Ross Dizon Reyes.
Is 53, 10-11; Heb 4, 14-16; Mc 10, 35-43
Probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado (Heb 4, 15)
No vino Jesús para que le sirvieran, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.
Ya Pedro encontró escandalosamente increíble la noción de un Mesías sufriente. Más sorprendidos aún deben estar los Doce ahora que se les aclara además, —para que queden reunidos después de la intervención divisiva de los hermanos Zebedeo—, que el Mesías es servidor y esclavo de todos.
Un Mesías que sirve y se rinde no corresponde a la expectativa popular de un rey davídico que, ceñido de valor para la lucha, doblega a cuantos le resisten, los reduce a polvo para ser arrebatado por el viento y los pisotea como barro (Sal 18, 40-43). Tampoco pueden imaginarse los discípulos y sus contemporáneos a tal Mesías; por experiencia, saben solo de dirigentes cuya grandeza es sinónimo de tiranía, opresión, o colaboración y conexión no desinteresadas con los poderosos.
Pero por muy grata sorpresa que sea la novedad que se nos comunica a los que pretendemos seguir a Jesús, aún no nos resulta fácil imbuirnos del espíritu renovador de esta buena nueva. Es una corriente de aire fresco que, desafortunadamente, exhalamos muy pronto para inhalar el aire estancado mundano de siempre.
¿Acaso no desplegamos inclinaciones mundanas, sucumbiendo a la tentación común de ser suave con los poderosos y severo con los sin poder? ¿No nos cuesta aún implementar el servicio como la definición de la autoridad cristiana (véase John L. McKenzie, La autoridad en la Iglesia), ajustándonos más bien a los modelos seglares de gobernanza? ¿No sigue habiendo eclesiásticos que opinan como aquella persona que le dijo a san Vicente de Paúl «que para dirigir bien y mantener la autoridad, era preciso hacer ver que uno era el superior?» (SV.ES XI:238/SV.FR XI:346).
Y, ¿no se nos hace difícil a veces imaginarnos a los apóstoles participando en nuestras celebraciones, altas, solemnes y pomposas? Para mi gusto personal, me resulta más fácil vislumbrar a Cristo en los pobres que forman filas para recibir sopa y pan.
Merece la pena preguntar además, creo, si los que celebramos la Eucaristía no la pervertimos, tragándonoslo todo, indiferentes a los necesitados, y preguntamos, acomodados al individualismo mundano: «¿Y qué hay en esto que me pueda beneficiar?», o prescribimos: «Sálvese quien pueda». La Eucaristía, después de todo, proclama que son dichosos «los que gastan su vida en el servicio a Nuestro Señor, de la misma forma que él gastó la suya por la salvación de las almas», dispuestos a a ir en misión por toda la tierra (SV.ES VII:119; XI:553).
Señor, concédenos tu Espíritu de compasión y misericordia (SV.ES XI:234).
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