Por: Ross Dizon Reyes.
Nunca me precié saber de cosa alguna, sino a Jesucristo crucificado (1 Cor 2, 2)
Jesús vive las bienaventuranzas plenamente.
Él es el más pobre de todos, el más sufrido, hambriento y sediento de justicia, el más misericordioso y perseguido. Debe ser, además, muy limpio de corazón, dado que él es el único que ha visto al Padre. Y, ¿acaso podría haber alguien que llorase más que el que presenta, a gritos y lágrimas, oraciones y súplicas a su Padre, o fuera mejor pacificador que el que derriba el muro de enemistad entre judíos y gentiles?
De verdad, Jesús es ejemplo vivo de la vida a la cual él nos invita. Da prueba de lo acertadas y realizables que son las bienaventuranzas. Encarnándolas, los imitadores de él y concentrados en él se hacen verdaderos discípulos suyos.
Éstos cantan en medio de sus dificultades, sabiendo que ellas son del Maestro también. No se desesperan a pesar del ambiente de pecado y ruinas, porque creen absolutamente en su Rescatador. No es que confíen en una máquina que, cayéndose del cielo, les salve. Para ellos, se trata más bien del grano de trigo que, cayendo en tierra y muriendo, da mucho fruto.
Los seguidores fieles de Jesús lo toman por fuerza en la debilidad, sabiduría en la necedad, gloria en la ignominia. Por eso, no se abruman al encontrarse, no obstante sus mejores esfuerzos, en la misma, si no peor, situación; se fían de su Justificador. No se detienen tanto en su miseria cuanto en la misericordia de Jesús (SV.ES V:152). Y su Confortador los capacita para la obra de confortar a los atribulados.
Al igual que san Vicente de Paúl, los discípulos auténticos atraviesan montes y recorren pueblos y aldeas, proclamando la presencia en misterio del reino de Dios. Y su vida corrobora la veracidad del Sermón de la Montaña.
No lo socavan; no viven como alguien que confía en sus inmensas riquezas, que se halaga diciéndose: «Ponderan lo bien que lo pasas» y para quien no hay sinsabores. Este individuo lamentará por las desgracias que le van a tocar.
Como Jesús y san Vicente también, los verdaderos discípulos no tienen pretensión alguna de excelencia o eminencia; saben que Dios escoge a la gente baja. Debido a su confianza total en la Providencia y su profunda humildad, están dispuestos a sacrificarlo todo: vida, manos, pies, ojos, por el reino de Dios y el bien especialmente de los pequeños. Los verdaderos cristianos no solo no evitan contacto visual con los marginados. Los acogen también y colaboran con ellos.
Y juntos celebran la Eucaristía, resumen y signo eficaz de las bienaventuranzas.
A ti, Señor providente, nos acogemos.
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