Por: Ross Dizon Reyes.
Los que procuran la paz (Stgo 3, 18)
A Dios se acoge el justo Jesús. Jamás quedará defraudado aunque condenado a una muerte ignominiosa.
Lo quieren muerto los dirigentes religiosos. Les resulta incómodo; su vida distinta de predicador y sanador itinerante demuestra que él valoriza lo que ellos desvalorizan y estima a los desestimados por ellos.
Les molesta además que Jesús blasfeme, gloriándose de tener por padre a Dios, que exija radicalidad en el cumplimiento de la ley y los profetas, que no guarde el sábado y prescinda de las tradiciones, poniendo en cuestión la observancia de ellos, sus doctrinas.
La autoridades religiosas se sobresaltan aún más porque temen que la popularidad de Jesús dará paso a una rebelión que impulse a los romanos a suprimirla brutalmente y, finalmente, a aniquilar la nación judía. Y como Jesús busca reformar el culto del templo, y hasta habla de la hora en que ya no habrá necesidad de ningún templo para dar culto a Dios, quizás se preguntan ellos: «¿Qué será de nosotros que vivimos del templo?».
No, no les falta motivo a los acusadores de Jesús. Ni es un ingenuo él para ignorar el peligro que su misión entraña. Por eso, advierte a los discípulos: «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará». Que también se prediga la resurrección, esto manifesta su convicción de que hay quien se ocupa de él.
Así intensamente les instruye a solas el Maestro. Tienen que saber que si a él se le persigue, a ellos asimismo se les perseguirá. Pero la instrucción resulta ininteligible. ¿Será que no preguntan, prefiriendo no saber más de la muerte, por miedo a ella?
Lo cierto es que nos cuesta realmente entender la instrucción del Maestro. Aún no percibimos lo que san Vicente de Paúl, a saber, «No hay ningún bien que no sea combatido» (SV.ES IV:124). Nuestra incomprensión queda descubierta en nuestro uso de títulos: «Reverendísimo», «Excelentísimo», «Eminentísimo», Pontifex Maximus, y también en el clericalismo y el carrerismo (véase también EG 277).
Y nuestra dificultad no es cuestión simplemente de rehusar ser el más insignificante o el siervo de los siervos, fallando así en imitar a Jesús. A veces se trata también de imitar, sin darnos cuenta, a los acusadores de Jesús, imponiéndonos severamente a los demás, tomándonos por la única y absoluta medida de lo verdadero, lo justo, lo cristiano, lo católico.
¿No será mejor acordarnos del consejo de Gamaliel en favor de los perseguidos y sembrar la comunión, y no la excomunión, edificar el cuerpo de Cristo, en lugar de derribarlo?
Líbranos, Señor, de todo sentido exagerado de nuestra propia importancia.
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