El hombre y los signos
Desde siempre el hombre se ha enfrentado a su propia limitación de expresión. Siente, en lo más íntimo de su ser, la necesidad imperiosa de relacionarse, de comunicarse con una especie de lenguaje universal que haga comprensible a los demás sus más hondos sentimientos…; y choca, por otra parte, con la limitación del lenguaje corriente, la palabra, ese combinado harmónico de letras y sílabas, sometido constantemente al arbitrio de los gustos y caprichos de la geografía y de la historia. El arte, en sus más variadas formas de expresión; el gesto, espontáneo o rebuscado; el cuerpo humano, en toda su riqueza de movimientos y actitudes; el firmamento, la naturaleza…, suplieron, desde la época de las cavernas, la limitación del lenguaje oral, como vehículo de expresión. Como si esto no bastara, el hombre ha creado otros mil signos convencionales, más valiosos y estables que el lenguaje normal, en las distintas culturas y civilizaciones en las que nacieron.
El hombre de nuestro tiempo, que parece haber superado todos los límites imaginables de desarrollo tecnológico, no es excepción a esta regla. Iconoclasta para tantas tradiciones y costumbres del pasado (otros tantos signos de comunicación y de relación de las generaciones que nos han precedido), no ha podido sustraerse a la necesidad de crear sus propias formas expresivas. Potenciado por la técnica, estos signos se han hecho tan universales que, de algún modo, podríamos afirmar que el hombre del siglo XXI, no sólo ha roto las barreras geográficas, sino también las lingüísticas, culturales e ideológicas: por primera vez en la historia se puede hablar de una verdadera comunidad humana, capaz de interrelacionarse y entenderse, a través de mil mitos y símbolos de nuestra cultura, llámense formas de vivir y de pensar, hábitos sociales, maneras de vestir o de divertirse etc. Nunca el hombre de cualquier latitud ni época estuvo tan próximo a sus semejantes. Si los medios de comunicación social no se empeñaran en resaltar unilateralmente los elementos negativos que nos separan y hacen difícil la convivencia, nos sorprendería constatar los mil y un signos de comunión humana.
El valor del signo, símbolo o mito, sobre el lenguaje corriente queda patente. El lenguaje se empobrece constantemente con el paso del tiempo, está sujeto a las mil alternativas literarias de la época; el signo, en cambio, más enraizado en la naturaleza, en las constantes humanas, supera más fácilmente las alternativas culturales y sociales de la historia. La expresión simbólica o mítica conserva todo su frescor a lo largo de los siglos: bastará revestirlo del ropaje adecuado a cada momento para que recobre todo su contenido interior, invariable e impermeable al moho del tiempo. Pasó ya la época en que una crítica, pretendidamente científica, despreciaba el lenguaje mítico o simbólico como vehículo válido de expresión humana. Asistimos en nuestros días al descubrimiento y revalorización de este mismo lenguaje. Y eso es para celebrarlo, porque el hombre se siente aquí mucho más en su terreno; y sintoniza, de este modo, mucho más fácilmente con los valores imperecederos de su espíritu.
La Medalla Milagrosa, un signo para nuestro tiempo
El uso del símbolo y del mito es constante en la historia de la salvación. Basta abrir la biblia al azar: en cualquiera de sus páginas encontraremos la riqueza escondida de los signos. Es precisamente este lenguaje, a pesar de sus limitaciones, el que ha hecho posible el milagro de que su mensaje, dirigido en primer término a un pueblo concreto, en unas circunstancias determinadas, haya sido asequible, y conserve toda su validez, para hombres de tantas culturas, que han vivido en épocas tan diferentes.
En este contexto queremos analizar el signo de la Medalla Milagrosa. A través de los documentos originales que narran las apariciones de la Virgen a Catalina Labouré, la Medalla aparece como un libro abierto en el que, incluso las personas sencillas e iletradas, pueden comprender el mensaje que Dios mismo quiere transmitirnos, por medio de María. No hay allí nada superfluo o banal, todo tiene un sentido, en conexión, claro está, con las referencias bíblicas a las que la Medalla hace clara alusión. Veamos el cuadro en su conjunto y extraigamos de él el sentido auténtico para el hombre de hoy.
Estamos en 1830. Se avecinan malos momentos para la iglesia en Francia. Una joven aldeana, de escasa cultura, -apenas sabe leer y escribir-, pero con profundo espíritu religioso, acaba de entrar en el noviciado que las Hijas de la Caridad tienen en la Rue du Bac, en el mismo corazón de París. Su nombre es Catalina Labouré. Hoy, la iglesia universal la invoca como Santa. Y es precisamente su vida la que da credibilidad a su relato. El refrendo de la autoridad eclesiástica competente, manifestado en múltiples ocasiones, y de las más variadas formas, confirma la autenticidad de los hechos. Teólogos serios han dedicado a la Medalla estudios profundos y no tienen nada que objetar ni a la veracidad de los relatos ni a la verdad de los contenidos teológicos que proclama. Es precisamente René Laurentin, uno de los mariólogos de reconocido prestigio, quien la ha estudiado con mayor profundidad en los últimos años. Los creyentes de a pie, más sensibles a los fenómenos religiosos extraordinarios, jamás dudaron de las apariciones: fue el pueblo sencillo quien comenzó a llamar a la Medalla –que en un principio se llamó de la Inmaculada- “Milagrosa”, título a la que la misma Medalla se hizo acreedora por los favores que, a raudales, salían de sus manos. Entre estos “milagros” reviste especial significación la conversión del judío Alfonso Ratisbona. De la calurosa acogida y piedad filial que el pueblo cristiano sigue dispensando a su “Virgen Milagrosa”, dan fe los millones de medallas que año tras año se reparten, a lo largo y a lo ancho de nuestro planeta, entre gentes de las más variadas razas, culturas, edades y estratos sociales. ¿No es esto un milagro patente en nuestra sociedad, supuestamente fría ante manifestaciones milagreras de este estilo?
La novicia Catalina da cuenta detallada a su director espiritual, P. Aladel, de los más pequeños detalles de las apariciones. El mismo P. Aladel será el ejecutor inmediato del deseo expreso de la Virgen, manifestado a la vidente, de acuñar una medalla según el modelo que aparece en la visión. Años más tarde, Catalina confirmará, en relatos autógrafos, la exactitud del modelo acuñado. Existirán pequeñas variantes entre uno y otro relato, el del P. Aladel, que mandó acuñar las primeras medallas, y el de la Santa, pero seran más bien de orden estético o de dificultades de orfebrería, quedando siempre intactos los elementos esenciales. Estos pueden sintetizarse así:
En el anverso la medalla presenta la imagen de la Virgen de cuerpo entero, de pie sobre un semicírculo, que representa el globo terráqueo; los pies de la Virgen aplastan la cabeza de la serpiente; sus manos, tendidas hacia abajo, inundan de luz la tierra; su cabeza, cubierta de un velo blanco, es circundada de una corona de estrellas; la parte más externa del cuadro, de forma ovalada, presenta la inscripción: “Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti.” Esta imagen debe ser completada con otra visión que presenta a la Virgen con el globo terrestre entre sus manos, en actitud de ofrenda, mientras sus ojos se elevan al cielo en actitud suplicante.
En el reverso aparece la letra M en primer plano, atravesada por una barra transversal y apoyada en ella una pequeña cruz; debajo de la M hay dos corazones que despiden llamas, uno rodeado de una corona de espinas y el otro traspasado por una espada; doce estrellas rodean el conjunto.
A poco que conozcamos el contexto bíblico que nos habla de María, de sus prerrogativas y de su papel activo en la historia de la salvación, nos daremos cuenta de que la Medalla presenta toda una síntesis de Mariología; es todo un tratado ilustrado de teología mariana, perfectamente comprensible al pueblo cristiano, medianamente ilustrado.
Analicemos los símbolos
Los símbolos que aparecen en la Medalla son de tres tipos:
Unos son directa o inmediatamente bíblicos: el corazón atravesado por una espada hace clara alusión a la profecía del anciano Simeón: “Y una espada te traspasará el alma (Lc.2, 35). También puede hacer alusión a la presencia de María al pie de la cruz (cf. Jn19, 25). El corazón rodeado de espinas y la cruz nos recuerdan la pasión de Cristo. Las doce estrellas evocan el apocalipsis: “Y en su cabeza una corona de doce estrellas” (Ap.12, 1). El color del vestido alude al mismo versículo: ”Una mujer vestida de sol” (ib.) La serpiente aplastada por los pies de la Virgen nos remite al proto-evangelio: “Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza…” (Gn.3, 15).
Otros son remotamente bíblicos: la letra M y la cruz pueden considerarse como una estilización del evangelio de la infancia de Jesús. La actitud erguida de María, de pie, dominando el mundo y venciendo al signo del mal; la serpiente, el mismo aspecto resplandeciente de su imagen, pueden evocarnos a la ”mujer fuerte” , a la “llena de gracia.”
Algunos de estos símbolos son naturales y fácilmente inteligibles por todo el mundo; tales son, por ejemplo, el fuego que sale de los corazones; los rayos de
las manos, los globos, la actitud orante y oferente, el gesto de dar y de abrazar…
De todos los símbolos que podíamos estudiar en la Medalla, unos son estáticos: nos hablan de los privilegios de María como escogida por Dios para la misión especial de Madre de Dios, y más directa colaboradora en la obra redentora de Cristo.
Otros son dinámicos: nos hablan de la misma colaboración de María en la historia de la salvación y de su función mediadora actual, en favor de los hombres, de todos y de cada uno, y de la Iglesia en particular. Entre los primeros, hay que destacar la letra M, de la que yergue la cruz; la jaculatoria que circunda el anverso, la serpiente aplastada, el mismo aspecto resplandeciente que presenta la imagen de la Virgen: estos símbolos nos hablan claramente de la maternidad divina de María, de la que dimana directamente la maternidad espiritual respecto a todos los hombres. De esta interpretación amplia de sentido podemos deducir la elección de María como Madre de la Iglesia, del Cristo total, como la ha proclamado el Vaticano II. Y de aquí podemos pasar a hablar del privilegio de su concepción inmaculada, incluso de su Asunción y de su reinado universal sobre el mundo, amén de su papel preponderante en la redención operada exclusivamente por Cristo.
Entre los símbolos dinámicos aparece la actitud orante y oferente de María, el gesto de distribuir los rayos de luz sobre el mundo. La misma Señora explicará a la vidente que el globo que tiene entre sus manos representa al mundo y a cada hombre en particular, y que los rayos de luz que salen de sus manos son símbolos de las gracias que continuamente concede a los que se las piden, mientras que las perlas preciosas que no brillan y los rayos que no lucen representan las gracias que no se conceden a los hombres porque no hay nadie que las pida. A través de estos símbolos María aparece, pues, con toda claridad, ejerciendo, de hecho, en nuestros días, su acción bienhechora sobre la humanidad…
Todavía hay otro tipo de símbolos que podríamos citar entre los estáticos y dinámicos: participan, según se les considere, de un aspecto o de otro: tales son, por ejemplo, la barra transversal de la letra M que sustenta la cruz; la proximidad de los corazones de Jesús y de María… Por un lado, estos signos pueden significar la íntima unión de Jesús y de María en la obra salvadora; y, por otra parte, el amor en acto (notar las llamas que salen de los corazones) hacia los hombres. La jaculatoria, finalmente, podría considerarse como la conclusión práctica de la Medalla. Por una parte, es una aclamación de alabanza, impregnada de agradecimiento; y, por otra, es una invocación confiada que implica el humilde reconocimiento de la indigencia humana, que acude a quien puede ser el remedio de sus males e infortunios.
¿Por qué no ver también en la Medalla la imagen reconstituida de la Mujer, tan deteriorada en los primeros textos bíblicos, y cuyas secuelas llegan hasta nuestros días, a través del vehículo de nuestra cultura, que todavía considera a la mujer como ciudadano de segundo orden? En la Medalla, la mujer aparece como puro don de Dios, íntimamente unida a su plan de salvación: esbelta, agraciada, con perfecto dominio sobe las fuerzas del mal, exuberante de los más elevados valores femeninos, si por tales se entienden candor, dulzura, delicadeza, ternura, AMOR que se da y que se entrega… Lejos de replegarse entre bastidores y visillos, la mujer aparece en la Medalla como primera protagonista de la historia de los hombres. La Mujer es en María “plenitud de Mujer”, compañera y asociada inseparable del hombre.
Por donde quiera que se la mire, la Medalla se presenta ante nuestro mundo de hoy, sediento de verdad y de amor, como un mensaje diáfano de Fe, Esperanza y de Amor. Fe en su propia misión de persona, dueño de su propio destino, dominador de las fuerzas incontroladas del mal, capaz de reconstruir las realidades decadentes y de forjar una humanidad nueva… Esperanza de que, algún día, amanecerá la luz que disipe sus tinieblas de incertidumbres y de miedos; esperanza de que, algún día, la búsqueda ansiosa y persistente del hombre, sus luchas y desvelos, el odio mismo y la violencia no serán suficientemente fuertes para arrebatarle su paz y su equilibrio interior, porque aquel día, la fuerza del AMOR, que perdona y acoge, en un gesto de apertura total al otro, habrá impuesto su ley…
María Milagrosa, un signo joven para jóvenes
Un punto importante del mensaje de la Virgen a Santa Catalina es su voluntad expresa de que se funden agrupaciones juveniles que, bajo la tutela de María, y tomándola a ella como modelo, organizan su vida con proyección apostólica y de servicio a los más pobres. Así nació la primera Asociación de “Hijas de María”, bajo los cuidados pastorales de doble familia vicenciana, Padres Paúles e Hijas de la Caridad. El P. Aladel, confidente espiritual de Catalina, fue también el primer director de la Asociación. Esta conoció, a pesar de los altibajos, una vida pujante en aquellos países donde la familia vicenciana estaba fuertemente arraigada. De las filas de la Asociación salieron multitud de auténticas misioneras seglares, mucho antes de que el Vaticano II proclamase la importancia del apostolado seglar; otras muchas jóvenes de la Asociación ingresaron, a lo largo de su historia, en la compañía de las Hijas de la Caridad.
Los planteamientos nuevos del Vaticano II sobre el apostolado seglar, el rápido cambio que siguió al Vaticano II: fenómenos como el secularismo, el desprestigio de la devoción popular mariana dentro de la misma Iglesia, como consecuencia de los desvíos y excesos del pasado…, incidieron, de muy diversas formas, en la vida de la Asociación. Actúan, en primera instancia, a modo de sacudida que la hacen zozobrar y someterse a revisión; por momentos, da la impresión de batirse en retirada, de sumergirse incluso en la decadencia definitiva…
Por fortuna, como sucede con una cierta frecuencia en la Iglesia, de las cenizas y del deshecho, nace una nueva esperanza que se va consolidando poco a poco. De las llamadas Hijas de María, se pasó primero a EMAS (Equipos Marianos de Apostolado Seglar), sin duda bajo la impronta del Vaticano II. Poco a poco van quedando atrás los excesos y desviaciones del pasado; los prejuicios, fundados o infundados, van superándose entre las nuevas generaciones de jóvenes. El cambio de lenguaje, de nombre, de orientación…, todo contribuye a rejuvenecer el rostro de la Asociación y a presentarla en una nueva dimensión, más de acuerdo con los nuevos tiempos…
Sin embargo, no duró mucho, entre nosotros, en nuestro país, esa nueva denominación. De pronto, movidos como por una fuerza nueva, que bien podemos atribuir a inspiración de lo alto, damos con una nueva clave y pasamos a llamar a nuestros jóvenes asociados Juventudes Marianas Vicencianas (JMV). El nuevo apellido “vicencianas” (inspirado en el espíritu de Vicente de Paúl) devuelve a la Asociación su auténtico sentido constitutivo, de origen: la auténtica devoción de los jóvenes, y de toda la Iglesia, a la Virgen, pasa por el servicio a los pobres, que es la mejor manera de anunciar la Buena Noticia de Jesús a los hombres de cualquier época y de cualquier circunscripción geográfica.
El nuevo nombre, si bien se mira, constituye una pequeña revolución, ya que pone el acento prioritario en el anuncio del evangelio a través del servicio… ¿No suena eso a tiempos nuevos, de nueva evangelización, misión a la que instan a todos los seglares, desde todas las plataformas autorizadas de la Iglesia de hoy?
La irrupción del nuevo nombre constituyó una autentica eclosión en el apostolado mariano juvenil de la primera hornada, que se prolonga hasta nuestros días. A partir de finales de los 70, nacen grupos, a modo de pequeñas comunidades, que se reúnen periódicamente para planificar su vida; se multiplican las reuniones por zonas geográficas, los encuentros nacionales de Benagalbón (Malaga), con miles de jóvenes participantes; de estos encuentros anuales surgen las jornadas de formación catequética… Y lo que era casi inimaginable: nacen auténticas comunidades de vida, que comparten techo, trabajo apostólico, bienes e inquietudes misioneras. Y como fruto maduro de esta fuerza interior envolvente irrumpe la nueva rama verde vicenciana, Misevi (Misioneros Seglares Vicecncianos), que incluye, entre sus objetivos prioritarios, dedicar varios años a la misión “ad gentes”, allá donde la competente autoridad vicenciana reclame su presencia…
Como todo lo humano, la vida y sus impulsos vitales, las asociaciones y sus proyectos, están sujetos a recesiones y a subidas de esperanzas y de renovaciones… Hoy, en nuestro país, lo que surgió con fuerza irresistible a finales de los 70, parece haber caído en letargo, como casi todos los movimientos juveniles de cualquier signo, contagiados, sin duda, por el vaho de los nuevos tiempos de nuestra sociedad decadente en valores sostenibles… Pero todavía se sostienen vivos, en pequeñas comunidades vicencianas seglares, el espíritu y la fuerza transformadora que los vio nacer… Ellos y ellas constituyen la esperanza de una nueva primavera eclesial. Signos de esta nueva primavera son los nuevos grupos de juventudes marianas vicencianas que van surgiendo en otros ámbitos geográficos, más concretamente en las comunidades cristianas del mundo hispano… Pero más esperanzador es aún la fuerza y consistencia que van tomando los encuentros mundiales de la juventud (JMJ), que, cada tres años, inundan de multitudes de jóvenes alegres y llenos de vida las ciudades donde se les convoca. Sin duda que el espíritu y la tradición de la familia joven vicencciana tiene mucho que aportar a esta savia nueva en expansión…
La mirada limpia, serena, contemplativa, a la Medalla Milagrosa producirá ciertamente el Milagro de las nuevas generaciones de Juventudes Marianas Vicencianas, cuyo origen constitutivo nace del Mensaje de María a Catalina Labouré, cuya fiesta celebramos hoy.
Autor: P. Félix Villafranca, C.M.
Ruego a todos los devotos de la virgen de la medalla milagrosa que oren por el empleo para mis hijos Rafael , Cristian y Diego , gracias y muchas bendiciones