Reflexiones Vicentinas al Evangelio: 19º Domingo de Tiempo Ordinario

por | Ago 8, 2014 | Reflexiones | 0 comentarios

Elías, Daniele da Volterra - 1550

Elías,
Daniele da Volterra – 1550

«Los pobres son mi peso y mi dolor». (SVdeP)

La Biblia nos narra con frecuencia episodios en los que la idolatría, la incredulidad y la obstinación amenazan las experiencias de la fe auténtica. La principal amenaza para la persona creyente, no es el ateísmo, como comúnmente se cree. El principal riesgo proviene de unas creencias que la conduzcan a la escisión de su personalidad, a la enajenación o al fanatismo.

Elías marcha al monte Horeb después de provocar una reacción negativa entre los gobernantes, por su oposición al proselitismo agresivo comandado por los reyes de turno. La situación del Reino del Norte era realmente caótica en el campo religioso y social. Mientras los aristócratas y los comerciantes se enriquecían, la población se hundía en la miseria. El mismo rey se había visto involucrado en atroces asesinatos para apropiarse de tierras ajenas. Mientras los cereales escaseaban y la gente pobre soportaba hambre, el rey alimentaba el ganado de sus establos con avena y cebada. Esta situación, estaba por supuesto, legitimada por la religión y, desde luego, no tenía relación con las tradiciones y las experiencias del pueblo. La huída de Elías se debió a la lucha contra esas prácticas y a la abierta crítica que dirigió contra los reyes.

Elías, cuyo nombre significa “El Señor es mi Dios”, va al encuentro con Dios en la montaña, luego de sufrir una situación de persecución y amenaza contra su vida. Sabe que el camino de lucha violenta contra el fanatismo sólo produce reacciones adversas y apasionadas. La huída a la montaña se le presenta como la única vía posible. Allí, en la montaña, el profeta redescubre su vocación, y reinicia su misión bajo una nueva luz. El Dios que en el pasado se manifestó en cataclismos, ahora se manifiesta en la brisa cálida y suave que acaricia el rostro del profeta, al caer de la tarde. Elías comprende que Dios se hace presente en la experiencia de la transformación de las personas que influyen positivamente en el pueblo, y no en las contiendas con los fanáticos religiosos.
Una experiencia semejante la encontramos en la carta del apóstol Pablo, que nos cuenta cómo sus paisanos, a causa de su obstinación, se niegan a aceptar la novedad que Jesús representa dentro de las largas tradiciones del pueblo de Israel. La obstinación, al igual que la idolatría y la incredulidad, se presenta cuando las personas pierden su capacidad de discernimiento y se atan a expresiones religiosas que ya no captan la novedad de Dios. La apertura hacia el misterio, hacia lo indeterminado, hacia lo impredecible, hacia la promesa y la utopía, forma parte constitutiva de la experiencia de fondo y fundamental del pueblo de Dios.

Esa misma apertura obliga a moldearse a la novedad de Dios y a aceptar el riesgo de la interpretación, del diálogo y del cambio de actitud y de mentalidad.

El Evangelio de este domingo, a través de los símbolos de la barca, el agua y la tormenta, nos invita a asumir el desafío de la fe, como único camino para ir al encuentro de Jesús. La Fe, es un riesgo cotidiano que nos permite aceptar la oferta de Dios, en medio de las situaciones más inesperadas e impredecibles.

Después del reconfortante signo de la multiplicación de los panes, viene el desafío de realizar lo que Jesús pide: Marchar delante de Él, sin dejar de experimentar su compañía. La Fe auténtica se manifiesta en esa decisión y en la certeza de contar con Dios en medio de la tormenta y de la amenaza.

« ¿Qué Dios escogió a los pobres para hacerlos ricos en la fe? La fe es una gran pose-sión para los pobres, ya que una fe viva obtiene de Dios todo cuanto razonablemente que¬remos. Hijas mías, si sois verdaderamente pobres, sois también verdaderamente ricas, ya que Dios es vuestro todo. Fiaos de él, mis queridas Hermanas. ¿Quién ha oído decir jamás que los que se han fiado de las promesas de Dios se han visto engañados? Esto no se ha visto nunca, ni se verá jamás.» (SVdeP IX, 99)

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