Desde el deseo de fomentar el amor y el respeto por los pobres, la Regla de la Sociedad propone la práctica de la humildad, que supone “aceptar la verdad tanto de nuestras debilidades como de nuestros dones y carismas, aun sabiendo que todo nos lo ha dado Dios para los demás, y que no podemos lograr nada de valor eterno sin Su gracia” (2.5.1)
La palabra “humildad”, que viene del latín ‘humus’, tierra, y que pretende indicar algo “de poca importancia”, designa la virtud de quien reconoce su propia limitación como criatura y asume su propia insuficiencia para conseguir la salvación, que sólo Dios nos puede dar de manera gratuita. A ello apunta precisamente la descripción de la Regla.
La humildad es una virtud que se apreciaba mucho ya en el Antiguo Testamento: a la grandeza y la gloria de Dios le corresponde la humildad del ser humano. La condición del humilde se describe a menudo con términos que indican al pobre en sentido material y espiritual. Se desarrolla así una profunda conexión entre pobreza y humildad. Ambas virtudes indican la actitud de quien se abandona a Dios con confianza y paciencia para realizar su voluntad. La humildad viene a ser la vida de la fe: “Buscad al Señor vosotros todos, humildes de la tierra… Buscad la justicia, buscad la humildad” (Sof.2,3)
El testimonio definitivo de la humildad nos lo aporta el Nuevo Testamento en la persona de Jesucristo. El Evangelio según san Mateo nos propone la imitación del Señor, que es “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). San Pablo canta emocionado esa humildad de Cristo en el impresionante himno de la carta a los Filipenses (2,5-11) donde destaca el anonadamiento del Señor, que renuncia a la categoría divina, toma la forma de siervo y se humilla hasta someterse a la muerte de Cruz. Y es en ese rebajarse y ser elevado, esconderse y revelarse, donde se halla el verdadero camino de la perfección y de la santidad. Nos invita, por eso, el apóstol a “tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo” (Flp 2,5); porque no se asciende al encuentro con Dios, sino por el mismo camino por el que Él descendió a nosotros.
San Vicente tuvo un gran aprecio a esta virtud y la propuso como propia de quienes comparten su carisma. Según él, la humildad implica reconocer que todo viene de Dios; que no somos nosotros los que hacemos el bien, sino Dios en nosotros. Esto supone un voluntario vaciarse de sí mismo, no buscar el aplauso del mundo, no obrar por el qué dirán, elegir el último lugar, amar la vida oculta de servicio y trabajo, estimar a los demás más dignos que uno mismo.
Y porque eso es muy costoso, San Vicente nos enseña que es a Cristo a quien hemos de mirar como modelo de humildad y en quien hemos de comprender el alcance de esta virtud. Reconoce, con san Pablo, que se despojó de su rango; que pasó por el mundo haciendo el bien; que llevó una vida oculta de aprendizaje y esfuerzo; que no buscó la admiración ni el poder; que se humilló hasta la Cruz. ¡Y todo ello siendo Hijo de Dios!
Todas estas ideas las entendemos cuando nos centramos en el Evangelio o leemos a los Fundadores. Pero no son fácilmente comprensibles en el mundo de hoy. Las crecientes conquistas de la ciencia y la técnica han multiplicado nuestras posibilidades y alimentan nuestra autocomplacencia. Hay actualmente una consideración más positiva de la naturaleza humana de lo que había antiguamente y se acentúa la conciencia de nuestra dignidad. Se reclaman incesantemente multitud de derechos y se proclama la igualdad de todos. Y todo eso está muy bien, pero no puede hacernos prepotentes. La propia consideración del pecado ha cambiado y de una mentalidad en la que parecía que todo era malo, hemos pasado a otra en la que todo resulta indiferente. Y cuesta entonces reconocer las faltas, identificar los defectos, poner nombre a los pecados. Para todo encontramos justificación recurriendo a la psicología, los signos de los tiempos, la sociedad o el ambiente. Y en un contexto así, no es fácil asumir humildemente las limitaciones y afrontarlas con serenidad y coraje.
Incluso ha cambiado la consideración de las virtudes. San Vicente hablaba constantemente de mortificación, penitencia, humildad, obediencia, mansedumbre, renuncia… virtudes todas ellas que connotan esfuerzo, sacrificio, dominio de sí, disciplina. Y todo eso hoy no tiene buen cartel. Se prefieren más actitudes como la autoestima, el dinamismo, la agresividad, la eficacia… Y difícilmente encaja aquí la humildad.
Pese a todo, hemos de subrayar que la humildad es virtud básica del Evangelio. Desde la Encarnación hasta la Cruz, desde el Magnificat a Pentecostés asistimos en el Evangelio a una reivindicación de los humildes y a una consagración de la humildad. Para San Vicente, esa humildad es el quicio de toda la vida espiritual. Porque nos lleva a reconocer nuestra limitación ante el Señor y a buscar en Él la superación y la Vida. Esto supuesto, ¿qué ha de suponer hoy para nosotros adentrarnos en la humildad?
En línea con la Regla, reconocer que somos criaturas, obra de Dios, que Él es nuestro Creador y Señor; que todo lo hemos recibido de Dios y que en El vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,28)
Reconocer que dependemos de los demás. Vivimos en un mundo interdependiente y relacionado. Necesitamos a los demás y no podemos vivir sin ellos. Con los demás caminamos hacia el Reino y esto nos pide solidaridad y humildad.
Reconocer que somos pecadores. Que con frecuencia nos pueden los prejuicios, nuestro hablar con ligereza, nuestra pereza, nuestra incapacidad para conmovernos de verdad, nuestra falta de compromiso con la justicia, nuestra indecisión para situarnos junto a los que sufren… Y todo eso es pecado, que hemos de reconocer para superar.
Reconocer que necesitamos de la gracia divina. Nuestros dones son gracia. Nuestras cualidades son gracia. Nuestros carismas son gracia. Y si queremos alcanzar la santidad, necesitamos de la gracia. Sin esa conciencia, crece nuestra autosuficiencia y nuestra soberbia.
Si queremos encontrar consuelo, superación y plenitud, Jesús nos invita a que acudamos a Él, manso y humilde de corazón. Aceptemos confiadamente su invitación e imitemos su humildad para recorrer su camino.
Padre Santiago Azcarate C.M.
Asesor Religioso Nacional de la SSVP en España
Tomado de ssvp.es
Reconocer que todo viene de Dios, Amén!
Gran virtud de San Vicente. Con grandes frutos de beneficio a los Pobres.
Muchas gracias por esta reflexión.
Dios les bendiga!