«Aquí la gente no está dividida por opiniones políticas sino por intereses. En un lado está el campo de los ricos, en el otro el de los pobres. En uno el egoísmo quiere conservar todo para sí mismo, en el otro el egoísmo quiere apoderarse de todo para sí mismo. Entre los dos hay un odio irreconciliable que amenaza causar una guerra que será una lucha hasta el exterminio» (Federico Ozanam)
Hoy es un día consagrado por el martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo. «Pedro, primer predicador de la fe; Pablo, maestro esclarecido de la verdad» (Prefacio).
Hoy es un día para agradecer la fe apostólica, que es también la nuestra, proclamada por estas dos columnas con su predicación. Es la fe que vence al mundo, porque cree y anuncia que Jesús es el Hijo de Dios: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Las otras fiestas de los apóstoles san Pedro y san Pablo miran a otros aspectos, pero hoy contemplamos aquello que permite nombrarlos como «primeros predicadores del Evangelio» (Colecta): con su martirio confirmaron su testimonio.
Su fe, y la fuerza para el martirio, no les vinieron de su capacidad humana. No fue ningún hombre de carne y sangre quien enseñó a Pedro quién era Jesús, sino la revelación del Padre de los cielos (cf. Mt 16,17). Igualmente, el reconocimiento “de aquel que él perseguía” como Jesús el Señor fue claramente, para Saulo, obra de la gracia de Dios. En ambos casos, la libertad humana que pide el acto de fe se apoya en la acción del Espíritu. La fe de los apóstoles es la fe de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Desde la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, «cada día, en la Iglesia, Pedro continúa diciendo: ‘Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo!’» (San León Magno). Desde entonces hasta nuestros días, una multitud de cristianos de todas las épocas, edades, culturas, y de cualquier otra cosa que pueda establecer diferencias entre los hombres, ha proclamado unánimemente la misma fe victoriosa.
El Señor ha reconocido en Pedro el intendente fiel al cual ha confiado las llaves del Reino, y en Pablo a un maestro cualificado a quien ha dado el encargo de enseñar a la Iglesia. Para permitir encontrar la salvación a los que han sido formados por Pablo, era necesario, para su descanso, que Pedro los acogiera. Cuando Pablo predicando habrá abierto los corazones, Pedro abre a las almas el Reino de los cielos. Es pues algo semejante a una llave lo que Pablo ha recibido de Cristo, la llave del conocimiento que permite abrir a los corazones endurecidos, la fe hasta lo más profundo de ellos mismos; seguidamente, en una revelación espiritual, hace que lo que estaba escondido en el interior se vea iluminado por la gran luz del día. Se trata de una llave que deja escapar de la conciencia la confesión del pecado y en la que se encierra para siempre la gracia del misterio del Salvador.
Los dos, pues, han recibido unas llaves de mano del Señor; llave del conocimiento para uno, llave del poder para el otro; éste es el dispensador de las riquezas de la inmortalidad, el otro distribuye los tesoros de la sabiduría. Porque hay los tesoros del conocimiento, como está escrito: «Este misterio es Cristo, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y el conocer» (Col 2,3).
Por el bautismo y la confirmación estamos puestos en el camino del testimonio, esto es, del martirio. Es necesario que estemos atentos al “laboratorio de la fe” que el Espíritu realiza en nosotros (Juan Pablo II), y que pidamos con humildad poder experimentar la alegría de la fe de la Iglesia, a través de las actividades que desarrollamos en nuestra amada Sociedad de San Vicente de Paúl.
“Ya el padre Noirot describía a Federico, en su tiempo de escolar, como quien «a nadie tenía odio, salvo a la mentira».” (Frag. Vida de Ozanam)
Tomado de: ssvp.es
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