«Esta casa, hermanos míos, servía antes de refugio para los leprosos; se les recibía aquí y ninguno se curaba; ahora sirve para recibir pecadores, que son enfermos cubiertos de lepra espiritual, pero que se curan, por la gracia de Dios. Más aún, son muertos que resucitan. ¡Qué dicha que la casa de San Lázaro sea un lugar de resurrección! Este santo, después de haber permanecido durante tres días en el sepulcro, salió lleno de vida (Jn 11, 38-44)…» (SVdeP XI, 710)
En la casa de Cornelio, un extranjero, comienzan a abrirse los ojos de Pedro para romper con su cultura y mentalidad judías y aceptar el proyecto de Mesías Universal que se ha cumplido en Jesús. Con gran convicción da testimonio de Jesús y lo hace con palabras que muestran el contacto con él; habla de su propia experiencia de haber descubierto a Jesús como el Ungido por el Espíritu, que pasó por la vida haciendo el bien. Qué certera descripción de Jesús. Quién nos diera pasar por la vida al estilo de Jesús.
Cuentan que Santa Teresita, de pequeña, le gustaba caminar mirando al cielo. Entonces le pedía a su papá que la condujera de la mano para no tropezar ni caer. Tal vez sea ésta la mejor manera de ilustrar lo que dice el texto de los Colosenses: Caminar por la tierra de la mano del Padre Dios, mirando y buscando las cosas del cielo donde está Jesús. Buscar en quien pasó haciendo el bien el modelo y la fuerza para ser sus discípulos, continuadores de su misión en medio de los hombres, especialmente los más pobres.
Cristo resucitado ha logrado volver a dar cohesión interna a la comunidad de seguidores, disgregados por el escándalo de la Cruz. Jesús ha muerto, pero no es un cadáver, está vivo y presente. Es inútil ir a buscarlo al sepulcro, no está allí. El sepulcro es un pasado que remite al presente. No se puede vincular su memoria a un lugar determinado, ni erigirle un monumento como a un difunto ilustre. La historia de Jesús no se ha cerrado con su muerte. La comunidad cristiana no había llegado a comprender que la muerte física no podía interrumpir la vida de Jesús, cuyo amor hasta el fin ha manifestado la fuerza de Dios. El ser humano recreado por el Espíritu de Jesús posee una vida que, entregada al amor de los demás, supera la muerte. Quien se entrega al amor que la causa del Reino propone y exige, ya está en camino de resurrección. Buscar las cosas del cielo, destruir entre nosotros el egoísmo, el amor al dinero, la ambición de poder, el enojo, las malas intenciones, la mentira o el engaño, además de ser resurrección interior, constituyen también transformación de la sociedad.
Creer en la Resurrección de Jesús, es esencialmente un acto de fe. Cuando los miembros de la primera comunidad cristiana sienten interiormente la presencia transformadora de Jesús, y cuando la comunican, es cuando realmente experimentan su resurrección. El Evangelio concluye con la frase: “Hasta entonces, no habían comprendido la Escritura”, para mostrarnos cómo la comunidad de creyentes debió recorrer un largo camino antes de comprender el significado y el alcance histórico de la resurrección de Jesús. Cada vez que celebran la Eucaristía, que alimentan la vida comunitaria con el perdón y el servicio, cada vez que expresan en la práctica la solidaridad con los más pobres, Cristo Resucitado se hace presente en medio de ellos y los anima.
Es necesario aprender a descubrir en los signos de la muerte el germen de vida. Allí donde el discípulo desprevenido experimenta el vacío de la tumba, el otro discípulo, el que amaba entrañablemente al Señor, descubre la manifestación más profunda del Dios de la vida.
«… Pero ¡qué vergüenza si nos hacemos indignos de esta gracia!…; no serán más que cadáveres y no verdaderos misioneros; serán esqueletos de San Lázaro y no Lázaros resucitados, y mucho menos hombres que resucitan a los muertos» (SVdeP XI, 711)
Tomado de ssvp.es
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