«No sé quién es más necesitado: el pobre hombre que pide pan, o el hombre rico que pide amor» (SVdeP)
¡Cuántas veces nosotros como seres humanos vemos sólo lo exterior, la apariencia! Y, ¡Cuántas veces nos disfrazamos de mil máscaras, para no mostrar nuestro verdadero interior!
La lectura de Samuel que nos relata la elección de David, destinado a ser el rey del pueblo de Israel, nos lleva a descubrir a un Dios que no ve como los hombres, sino al Dios “que ve el corazón” Él nos insta a no mirar y optar por las apariencias.
En la lectura de Efesios y del Evangelio, Jesús se nos presenta como la luz. Él es la luz que ilumina a todo hombre, Pero ante su presencia deslumbradora se perfilan dos opciones contrapuestas: la de los fariseos, que pecan contra la luz rechazándola, y la del ciego curado, que la acepta y deja actuar en su vida la presencia iluminadora de Jesús. El ciego es figura de los que nunca han podido saber lo que debe y puede ser el ser humano. Jesús le hace ver el proyecto de Dios sobre el hombre, la plenitud de la vida, y así se le abren los ojos. Esto produce en él un cambio tal, que los vecinos hasta dudan de su identidad. “Mientras es de día, tenemos que hacer el trabajo del que me envió; pues viene la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”
Jesús dialoga con sus discípulos y les explica la condición del ciego y el trabajo que a Jesús y a ellos les toca realizar: hacerles comprender a los hombres lo que significa la verdadera condición humana, el objetivo para el que Dios los ha creado. Misión de Jesús y los suyos es mostrar esa posibilidad, más que con palabras, con la realidad que viven y con gestos que realicen la salvación como curar a un ciego.
Jesús ofrece al ciego la liberación y regeneración humana integral. Los fariseos quieren retenerlo en su condición de deshecho de la sociedad. Ante la innegable evidencia de la sanación -ellos quieren negar hasta el hecho de su curación-, intentan imponer al ciego su autoridad doctrinal; pero la sabiduría de éste, nacida de su experiencia de nueva vida, se revela más fuerte que el prestigio de ellos, y el hombre se niega a someterse. ¡Tan obcecados están los fariseos contra Jesús -ciegos totales de mente y corazón-¡ Ante esto recurren a una medida violenta: expulsan al hombre de su comunidad, por lo que queda excomulgado.
Jesús, sin embargo, va al encuentro del ciego y se le da a conocer como el modelo de hombre que lo había llevado su nueva opción de vida. El expulsado da su plena adhesión a Jesús. No solamente sus ojos recobran la vista, sino que su mente y su corazón quedan iluminados por su fe en Jesús: “¡Creo en ti, Señor! Y se postró ante Él.
Ahora cabe preguntarnos: ¿Dónde me sitúo yo, del lado de los fariseos o del lado del ciego curado? ¿Qué tipo de ceguera espiritual me aqueja? ¿Me empecino en contra de la luz que me viene de Jesús y su Evangelio? ¿Cómo puedo yo iluminar la ceguera espiritual que aqueja a mis hermanos? ¿Por qué no me postro ante Jesús, como el ciego, y le reafirmo desde lo hondo de mi corazón: “Creo en ti, Señor!”? O con San Pablo: “¡Quiero caminar como hijo de la luz, en bondad, justicia y verdad, buscando lo que agrada al Señor!” El Apóstol nos recuerda que antes del bautismo “éramos tinieblas”, pero a partir de él, somos “luz en el Señor” (Efesios 5,8-14). El bautizado, es una persona iluminada, que se compromete a ser luminosa, viviendo de modo distinto.
«Aunque la firmeza es necesaria para lograr el propósito que nos proponemos en nuestras buenas obras, sin embargo, es necesario emplear una gran cantidad de dulzura como medio de comunicación con los pobres» (SVdeP)
Tomado de ssvp.es
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