Génesis 12,1-4a;
Salmo 32;
2Timoteo 1,8b-10;
Mateo 17,1-9
«Hay que emplear tanto tiempo en dar gracias a Dios por sus beneficios como el que empleamos para pedírselos.» (SVdeP III,264)
Abrahán y Sara pertenecían a un clan de pastores seminómadas, de los muchos que buscaban pastos para sus rebaños, lejos de las ciudades que, por los años 1800 AC, se estaban organizando en Mesopotamia y a lo largo de las costas del Mediterráneo. Eran uno de los muchos grupos que emigraban, lo mismo que hoy, buscando la vida. En ese andar luchando por la vida, descubrieron el llamado de Dios a dejarlo todo y fiarse de su promesa de vida. Dios le promete que será Padre de un pueblo numeroso y tendrá una tierra, la “tierra prometida”. Es lo que anhelan sus corazones, lo que necesitan para vivir una vida humana y digna.
A Abrahán se le considera Padre de la Fe de tres religiones importantes: Judaísmo, Cristianismo e Islam. Pero no es la cantidad la que define pertenecer o no a la familia del Padre Abrahán, sino la calidad. Hoy somos muchas las “minorías abrahánicas” que siguen escuchando el llamado de Dios, que les invita a buscar nuevas formas de “vida prometida” para todos los hijos de Dios. Hoy también hay muchísimos desplazados por el sistema neoliberal globalizado, que crea marginación y expulsa a los más débiles de sus tierras. Son los nuevos Abrahán y Sara, que lo dejan todo en busca de la vida digna que se les está negando en sus propias tierras.
La segunda Carta a Timoteo nos asegura que la Palabra de Dios no está encadenada. Ella hace su propio camino en medio de muchos caminos del pueblo. Aunque hagamos muchas lecturas interesantes de ella, el Espíritu siempre encontrará las formas de echarla a volar, sobre todo en manos de los que buscan mejores situaciones de vida en dignidad y justicia, como Abrahán y Sara, o como los desplazados de hoy. Todos ellos, minorías abrahánicas o mayorías desplazadas, están pronunciando con su vida, el rechazo a estos sistemas excluyentes que han perdido la brújula por haber olvidado la Palabra de Dios, la Buena Noticia de Jesucristo.
Jesús -sobre todo el transfigurado- llevaba en su corazón la promesa de Dios a Abrahán y Sara, sus mismas ansias de vida, igualdad, bendición, justicia para todos. En Jesús se cumple plenamente la promesa de Dios a Abrahán y en Él encontramos bendición gratuita todos los que peregrinamos en la historia. Jesús es la manifestación de la ternura y la misericordia del Padre para la humanidad entera. Su pasión y muerte no serán el final del camino. Su transfiguración nos muestra a dónde lo lleva realmente la entrega de su vida. Monte, luz, blancura, nube, gloria, los cielos abiertos y la voz del cielo, indican la presencia de Dios inundando la vida de Jesús. Todo eso estaba ya en Él, y en un momento mostró, como en una radiografía, lo que tenía dentro. Esto acontece en el camino a Jerusalén, en el camino a la entrega, hacia la Cruz. Esta misma luz resplandecerá en su rostro el día de la Resurrección. La Transfiguración es un anticipo de nuestro propio destino de seguidores de Jesús. Aunque pasemos por la cruz, la sorpresa que Dios nos depara es la resurrección.
En la resurrección de Jesús se hacen realidad todos los anhelos de la vida de las minorías abrahánicas, de las mayorías desterradas, de quienes liberan la Palabra para que el pueblo tenga vida. Todos alcanzaremos lo que anhelamos y por lo que luchamos.
Que esa luz nos ayude a caminar sin dejar caer los brazos, sin sentirnos derrotados por la dureza del camino. Como hay Dios, después de la noche vendrá el día. Ese es el mensaje que debemos llevar a nuestros asistidos.
«Va usted a un país donde se dice que los habitantes suelen ser astutos y sagaces. Si es así, el mejor medio para hacerles bien es obrar con ellos con mucha sencillez, pues las máximas del evangelio son totalmente opuestas a los modales del mundo, y como usted va a servir a nuestro Señor, debe usted portarse según su espíritu, que es un espíritu de rectitud y de sencillez»
(SVdeP III,242)
Tomado de ssvp.es
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