Estamos llamados a servir a los pobres no desde un lugar de supremacía, sino desde nuestra propia vulnerabilidad y necesidad de la gracia de Dios, al igual que Federico Ozanam reconocía su fragilidad humana. Al aceptar la nuestra, nos convertimos en instrumentos de Cristo —benditos, quebrantados y compartidos como la Eucaristía— llevando esperanza, alegría y comunión a un mundo necesitado.
