La verdadera humildad reconoce que todo lo bueno viene de Dios, no de nuestras propias manos, y por lo tanto ni nos jactamos del éxito ni nos desesperamos por el fracaso, confiando en cambio en la voluntad y el momento de Dios. Nuestro papel no es atribuirnos el mérito ni controlar los resultados, sino servir con amor, paciencia y total confianza en la Divina Providencia.
