De San Juan de la Cruz procede la expresión «noche oscura del alma», utilizada para describir una crisis de fe en la que nos acosan las dudas sobre Dios, nuestras almas y nuestra Iglesia. A través de esas noches oscuras, nuestros santos y beatos fueron guiados a la santidad, y a la luz que compartieron.
El beato Federico, que sólo vivió cuarenta años, pasó por su período de duda a una edad temprana, alrededor de los dieciséis años. Dudando de su fe y de su propia existencia, luchó por armonizar fe y razón. Con la bondadosa orientación de su maestro y guía, el abate Noirot, encontró finalmente la paz cuando suplicó a Dios que le iluminara con la luz de su verdad. A cambio, dedicó su vida a defender y compartir esa luz, un compromiso que cumpliría tanto en sus palabras como en sus actos, especialmente sirviendo a los pobres, haciendo brillar la verdad de Dios a través de sus acciones.
Santa Luisa de Marillac, aquejada por los problemas de su hijo, las tensiones financieras y la enfermedad mortal de su marido, se enfrentó a su propia noche oscura. Culpándose a sí misma de todos sus problemas, cuestionó la Iglesia, la posibilidad de la vida eterna e incluso pensó en abandonar a su marido enfermo. Al igual que Federico, recurrió a la oración, implorando el consuelo y la seguridad de Dios en la fiesta de Pentecostés de 1623. Recibió a cambio la inspiración del Espíritu Santo, que le mostró un camino a través de la oscuridad. Lo llamó su lumière, su luz. Lo escribió y lo llevó consigo el resto de su vida, compartiendo la luz de Dios con los demás a través de sus palabras y su ejemplo.
La experiencia de San Vicente de Paúl fue diferente, en el sentido de que pidió su noche oscura. Mientras era capellán de la reina Marquesa, un famoso médico, también de la corte de la reina, sufría dudas paralizantes e incluso suicidas. A pesar de los consejos de Vicente, persistían. En sus propia oración, Vicente pidió a Dios que le transfiriera las dudas del hombre. El médico murió en paz con el Señor, pero durante varios años, Vicente vivió el tormento de las dudas que él mismo había asumido. Durante este tiempo, ni siquiera podía recitar el Credo de los Apóstoles, por lo que se lo cosió dentro de la sotana, cerca del corazón. Cada vez que deseaba hacer un acto de fe, se llevaba la mano al corazón. Finalmente, salió de su noche oscura con el firme voto de dedicarse a la imitación de Cristo y al servicio de los pobres.
No es la oscuridad de la duda la que conduce a la santidad de vida, sino la luz que emerge de ella, una luz que nos une a Dios. Es una luz que estamos llamados a compartir, al igual que nuestros santos y fundadores compartieron su luz a lo largo de sus vidas. Como enseñaba Vicente: «aún si no dijeras palabra alguna, si estás realmente unido a Dios, tocarás los corazones con tu mera presencia». En el prójimo, estamos llamados a ver a Cristo sufriente, a compartir su sufrimiento, a caminar con él en su oscuridad. Lo hacemos a imitación de Cristo, compartiendo, mediante nuestra presencia y nuestro servicio amoroso, una luz que brilla en las tinieblas (cfr. Jn 1,5).
Contemplar
¿Mi servicio con amor «hace brillar la luz» sobre mi prójimo?
Por Timothy Williams
Director Senior de Formación y Desarrollo de Liderazgo
Sociedad de San Vicente de Paúl USA.
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