Amélie Ozanam, viuda del beato Federico, tenía una breve invocación, o tal vez un lema, que añadía a menudo a las notas y cartas que escribía. Era «et sub cruce, Hozanna!», que significa «¡y bajo la cruz, Hosanna!» en latín. Era un juego de palabras con su nombre de soltera, Soulacroix, que en francés significa «bajo la cruz», y con su nombre de casada, Ozanam, que procede del hebreo hoshi’a na, u hosanna. ¡Cantamos alabanzas bajo la cruz!
Para los vicentinos, la idea de una vida «bajo la cruz» es fundamental para entender nuestra vocación. San Vicente recordaba a menudo a sus seguidores la importancia de llevar sus cruces, tal como Cristo había pedido a todos los que deseaban seguirle. Para Vicente, nuestros sufrimientos, nuestros retos, nuestras cruces, deben soportarse con alegría, porque «por la cruz es como santifica a las almas, ya que él también las rescató por la suya» [SVP ES IV, p. 170].
Como comprendió Vicente, todos tenemos diferentes cruces; algunas tan simples como las tentaciones o los malos hábitos, otras tan serias como la enfermedad, las adicciones o la pobreza. Cualesquiera que sean, nuestras cruces no deben vencernos. Ceder a las tentaciones, por ejemplo, es apegarnos a lo mundano; resistirlas, llevar la cruz, es recordar la mayor alegría que nos espera en la otra vida. Debemos, pues, consolarnos con nuestras cruces y soportarlas de buen grado, incluso con alegría. Como decía santa Luisa, «tus sufrimientos se cambiarán en consuelo por las cruces que tienes el privilegio de llevar».
Nuestras cruces, en este sentido, son una extensión de la propia cruz de Cristo, una participación en su sufrimiento, una invitación «a cooperar en todas las grandes obras —explicaba Federico— que pueden hacerse sin nosotros». Después de todo, continuaba, Cristo podría haber convocado a «doce legiones de ángeles» cuando fue condenado, pero en lugar de eso «quiso que Simón Cirineo, un hombre oscuro, llevara su cruz y contribuyera así a la gran maravilla de la redención universal» [Carta a François Lallier, de 9 de abril de 1838]. El crucifijo, signo de gran sufrimiento y dolor, es para nosotros, en cambio, signo de gran consuelo. Vemos belleza en esa imagen de dolor porque la vemos con «ojos teñidos de esperanza», sabiendo que la historia de Cristo no termina ahí.
Cada uno de los prójimos a los que servimos lleva una cruz, y estamos llamados a ver en ellos a Cristo sufriente [Regla, parte I, 1.8]. Como Cristo crucificado, sufren, tienen sed y gritan de abandono. Llevar alegremente nuestras propias cruces nos ayuda a caminar mejor con ellos, como Simón Cirineo, aliviando su carga, pero lo que es más importante, ofreciéndoles la esperanza que ve más allá del sufrimiento.
Es nuestra presencia la que les muestra el amor de Dios, nuestro consuelo el que les asegura que no están olvidados, y nuestras acciones las que dicen, junto con san Vicente: «Yo participaré de su consuelo, como me propongo también hacerlo de su cruz…» [SVP ES III, p. 210].
Contemplar
¿Llevo con gusto mi propia cruz junto con la de mi prójimo?
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