La virtud, enseña nuestro catecismo, es una «disposición habitual y firme a hacer el bien» [CIC, nº 1833]. Las buenas acciones en sí no son la virtud; son, o deberían ser, los frutos de nuestra virtud. De nuestra virtud de la caridad nace nuestra práctica de la generosidad; de nuestra virtud de la mansedumbre nace nuestra práctica de la bondad y la paciencia, y así sucesivamente. Sin embargo, alcanzar la virtud puede venir de realizar los actos: nos hacemos haciendo. Como decía Aristóteles, si quieres ser constructor, construye. Por extensión, si quieres alcanzar la virtud, compórtate virtuosamente. Quizá sea una forma elegante de decir «finge hasta que lo consigas».
Pero, ¿es necesario practicar y alcanzar todas las virtudes? ¿Es eso posible? San Francisco de Sales, amigo y mentor de San Vicente de Paúl, sostenía en su Introducción a la vida devota que «cada vocación tiene necesidad de practicar alguna especial virtud; […] aunque todos han de tener todas las virtudes, no todos, empero, las han de practicar igualmente, sino que cada uno ha de ejercitarse, particularmente, en aquellas que exige el género de vida a que ha sido llamado», y que de entre las demás virtudes, debemos «elegir las más excelentes, no las más vistosas». Por ejemplo, explicó, la mayoría de la gente elegirá la limosna material en lugar de la espiritual, o elegirá el ayuno en lugar de la mansedumbre o la alegría, aunque en ambos casos, la segunda opción sea la mejor [Introducción a la vida devota, tercera parte de la Introducción, capítulo I].
San Vicente reforzó este punto en una conferencia para las Hijas de la Caridad, preguntando: «¿Creéis, hijas mías, que Dios espera de vosotras solamente que les llevéis a sus pobres un trozo de pan, un poco de carne y de sopa y algunos remedios?» Sin duda, llevar comida es un acto virtuoso, pero ¿es esa nuestra principal vocación? ¿Es suficiente? «Ni mucho menos —responde Vicente—, no ha sido ese su designio al escogeros para el servicio que le rendís en la persona de los pobres; él espera de vosotras que miréis por sus necesidades espirituales, tanto como por las corporales» [SVP ES IX-I, p. 229]. Hemos sido escogidos, hemos sido llamados a esta vocación vicenciana para alcanzar no sólo la virtud, sino la santidad. Como enseña nuestro santo patrón, lo hacemos dedicándonos a las virtudes interiores, las virtudes superiores.
San Vicente nos dio nuestras cinco Virtudes Vicencianas, las que san Francisco nos diría que son importantes para la forma de vida a la que estamos llamados. En primer lugar, tratamos de practicar la sencillez, la humildad, la mansedumbre, la abnegación y el celo en todas nuestras obras, con la esperanza de llegar a ser verdaderamente sencillos, humildes, mansos, desinteresados y celosos en nuestra pasión por el pleno florecimiento de cada persona. Esta es nuestra llamada, nuestra vocación. Nuestras visitas a domicilio, como Federico Ozanam explicaba a menudo «deben ser el medio y no el fin de nuestra asociación.» [Carta a François Lallier, de 11 de agosto de 1838].
La santidad es una meta sublime, y si se siente abrumadora, haremos bien en considerar «la grandeza del plan de Dios sobre vosotras. El quiere que vosotras, […] sin capacidad ni estudios, cooperéis con él para comunicar su espíritu» [SVP ES IX-I, p. 229].
Contemplar
¿Me preocupo más de mis actos externos que de mi formación interior en la virtud?
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