Cada año, durante el tiempo de Pascua, me fascina la idea de que los amigos de Jesús no le reconozcan en su forma resucitada. Escuchamos la historia de María Magdalena, que lo confunde con el jardinero, o la de los discípulos de Emaús, que lo tratan como a un compañero de camino, o la de Pedro y los demás apóstoles, que se dedican a pescar pero no lo reconocen en una persona junto a la orilla. Sólo cuando Jesús hace algo característico de él se les abren los ojos: llamarle por su nombre, partir el pan o provocar un milagro. En 1 Corintios 15, Pablo alude a otras apariciones del Señor de las que no sabemos nada. También podemos remitirnos a Hechos 1,3. Me pregunto cuántos de estos encuentros implicaron que Jesús permaneciera oculto a la vista del observador hasta que decidió darse a conocer. ¿Cuál es la lección de esta práctica? ¿Se trata menos de que Jesús haya cambiado y más de que los discípulos no le buscaban ni esperaban que siguiera entre ellos? Después de todos los encuentros a lo largo de más de un mes, ¿es posible que los seguidores de Jesús estuvieran mucho más atentos a los que les rodeaban, porque uno de ellos podría ser el Señor? Me pregunto. ¿Es posible que el Señor siga apareciendo entre nosotros de forma desapercibida?
Mateo 25 tiene el poderoso pasaje en el que Jesús nos dice repetidamente que todo lo que se hace por el más pequeño de nuestros hermanos y hermanas (o no se hace por ellos) se hace por él (o no se hace por él). El Señor está presente en la comunidad.
Recordemos su imagen de la medalla de dos caras:
«No hemos de considerar a un campesino o a una pobre mujer por su aspecto exterior ni por la impresión de su espíritu, dado que con frecuencia son vulgares y groseros. Pero dad la vuelta a la medalla y veréis con las luces de la fe que son ellos los que representan al Hijo de Dios, que quiso ser pobre» (SVP ES XI, 725).
O la forma en que anima a las Hermanas en su servicio:
«Al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo. Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una Hermana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a Dios. Id a ver a los pobres condenados a cadena perpetua, y en ellos encontraréis a Dios; servid a esos niños, y en ellos encontraréis a Dios. ¡Hijas mías, cuán admirable es esto! Vais a unas casas muy pobres, pero allí encontráis a Dios. Sí, Dios acoge con agrado el servicio que hacéis a esos enfermos, y lo considera, como habéis dicho, hecho a Él mismo» (SVP ES IX, 240).
El texto insiste repetidamente en que Cristo se encuentra entre aquellos a quienes servimos. Entendidas no sólo como simples historias, estas enseñanzas abren nuestros ojos vicencianos al Cristo que aparece en nuestro mundo.
El reto se convierte en cuán fácil y rápidamente reconozco a Jesús en aquellos que viven conmigo, a mi alrededor y a mi lado. ¿Dónde puedo ver y servir a nuestro Señor resucitado?
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