Conferencias de Cuaresma predicadas por el P. Lacordaire, texto nº 21

por | Mar 18, 2024 | Formación, Reflexiones | 0 comentarios

A instancias de Federico Ozanam y otros estudiantes universitarios, el arzobispo de París, monseñor de Quélen, instituyó las Conferencias de Cuaresma en Notre-Dame, que aún siguen realizándose en nuestros días. El primer ciclo de conferencias tuvo lugar de febrero a marzo de 1834. El padre Lacordaire, que ingresaría más adelante en los dominicos pero que entonces era sacerdote diocesano, predicó las de 1835 y 1836. Estos extractos provienen de aquellas conferencias.

A los que acusan a la Iglesia de ser responsable de la desigualdad

TRIGÉSIMA TERCERA CONFERENCIA. LA INFLUENCIA DE LA SOCIEDAD CATÓLICA SOBRE LA SOCIEDAD NATURAL EN MATERIA DE PROPIEDAD.

He aquí el primer argumento contra la ley evangélica. “Os jactáis —se nos dice— de haber trabajado por los débiles contra los fuertes; pero si tal era la intención del Evangelio, ¿no era su deber poner fin a la desigualdad que reina aquí abajo en la división de la propiedad? Si es cierto que la justicia es el fundamento de la sociedad natural, uno de los principales objetos de esta justicia es la distribución equitativa de los bienes. Pero, ¿se reparten equitativamente los bienes? ¿No hay hombres que mueren de aburrimiento en la abundancia, y que, satisfechas sus pasiones, no saben ya qué hacer con el resto, mientras que otros, en gran número, languidecen en la miseria y con demasiada frecuencia de hambre? Pues bien. Evangelio, hombres de derecho evangélico, ¿qué habéis hecho contra este horrible abuso? ¿Qué habéis hecho contra los ricos en favor de los pobres? Habéis consagrado la desigualdad de bienes, la habéis sancionado, la habéis puesto bajo la protección de Dios y de Jesucristo; habéis declarado que unos deben tenerlo todo, otros deben contentarse con tender la mano y recoger, bajo el nombre de limosna, las migajas que el rico quisiera dejar caer de su mesa y de su lujo. Esto es lo que han hecho en un asunto tan grave, que afecta a la vida y a la muerte de la humanidad. Pedimos cuentas al Evangelio, a la Iglesia, a ese poder que ha estado a disposición de todos durante tantos siglos, a ese nuevo derecho del que tanto presumís, y que sólo ha servido para santificar en propiedad la fuente viva de toda injusticia y miseria”.

No disimulo la objeción, señores, y la combatiré con tanta franqueza como pongo en exponerla. Se dice que la sociedad es la única dueña del suelo y del trabajo; pero ¿qué es la sociedad? En realidad, cuando se trata de administración y gobierno, es siempre un número excesivamente limitado de hombres. Llámese la sociedad monarquía, aristocracia o democracia, siempre está representada y dirigida por dos o tres hombres, a quienes el curso de los asuntos humanos llama al poder y hace depositarios de todos los elementos sociales. A los veinte años, no lo creéis; a los cuarenta, ya no lo dudáis: sabéis que el gobierno positivo, a pesar de todas las combinaciones imaginables, cae siempre en manos de dos o tres hombres, y que, muertos estos tres hombres, les seguirán inevitablemente otros tres, y así eternamente.

Sabemos que, por este mismo hecho, es necesario oponer al poder conclusiones invencibles, sin las cuales la sociedad se hundiría en una autocracia tan estrecha que la tierra no sería habitable ni un cuarto de hora. Ahora bien, la propiedad es uno de estos puntos de detención, una fuerza invencible impartida al hombre, que une su vida de un día con la inmortalidad de la tierra, con el poder del trabajo, y le permite estar de pie con las manos sobre el pecho y el suelo bajo los pies. Si se le quita el dominio de la tierra y del trabajo, ¿qué queda sino un esclavo? Porque sólo hay una definición de esclavo: un ser que no tiene ni tierra ni trabajo propios… Desconfío mucho de la naturaleza en manos de unos pocos hombres, que gobiernan como soberanos la actividad de una nación. Pero, sea como fuere, veamos el resultado en términos de igualdad. Hoy soy pobre, pero tengo razones para consolarme: si no tengo la tierra, tengo el espíritu, el corazón, mi devoción, mi fe. Me digo a mí mismo que, después de todo, si el destino no me es adverso, seré tan capaz como otro de usar un lápiz o una pluma. Dios no me lo quitó todo ni me lo dio todo de golpe; distribuyó sus dones. Pero aquí hay otra orden: la capacidad es la medida de todo. Mi cena se mide por la cantidad de mi inteligencia; junto con una ración de comida, recibo una ración oficial de idiotez. Sólo era pobre de oportunidades, ahora soy pobre de necesidad; sólo era pequeño por un lado, ahora soy pequeño por todos. La jerarquía social se convierte en una serie de insultos, y no se puede beber un vaso de agua sin discernir por su color el tono justo de su indignidad. En una palabra, la desigualdad entre los hombres era sólo accidental, ahora es lógica, y la servidumbre universal se suaviza por el dominio de las personas de espíritu sobre la plebe de incapaces. Una vez más, ¡esto es lo que se critica al Evangelio por no haber establecido! Y sin embargo… los hombres que sacaron a la luz pensamientos tan extraños no eran hombres vulgares, y muchos eran incluso hombres devotos. Pero todo es posible para aquellos que abandonan la naturaleza para salir del mal, y sobre todo cuando dejamos el Evangelio, con la intención de hacer algo mejor que el Evangelio.

Jean-Baptiste-Henri-Dominique Lacordaire (1802-1861) fue un reconocido predicador y restaurador de la Orden de Predicadores (dominicos) en Francia. Fue un gran amigo de Federico Ozanam (de hecho, es el autor de una muy interesante biografía sobre Ozanam) y muy afecto a la Sociedad de San Vicente de Paúl.

Imagen: El padre Jean-Baptiste Henri Lacordaire, pintado por Louis Janmot (1814-1892), amigo de Federico Ozanam y uno de los primeros miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl.

Fuente: Henri-Dominique‎ ‎Lacordaire, Conférences de Notre-Dame de Paris, tomo 1, París: Sagnier et Bray, 1853.

 

 

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