Una de las enseñanzas, citada a menudo, del Concilio Vaticano II trata de la vocación misionera de todos los bautizados. El Papa Francisco, en su primera exhortación apostólica, «La alegría de Evangelio,» explica muy bien este tema. Nos dice el Papa que, entre los seguidores de Cristo, no podemos hacer distinción alguna entre «discípulos» y «misioneros». Como cristianos, somos siempre «discípulos misioneros de Cristo». En virtud de nuestro bautismo todos nos hemos convertido en discípulos misioneros de Cristo.

Todo cristiano es misionero, en la medida en que él o ella ha descubierto la misericordia de Dios en Cristo Jesús. En los evangelios leemos que todos los que se encontraron con Jesús, salieron después a anunciarlo con alegría: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1, 41). La mujer samaritana se convirtió en misionera inmediatamente después de hablar con Jesús, y muchos samaritanos creyeron en él «por el testimonio de la mujer» (Jn 4, 39). Así también san Pablo, después de su encuentro con Jesucristo, «en seguida se puso a predicar a Jesús» (Hch 9, 20; cf. 22, 6-21). «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5, 14); «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9, 16). De la misma manera, como cristianos cada uno de nosotros estamos llamados a ser discípulos misioneros de Cristo.

¿Cómo vamos a cumplir con esta, nuestra responsabilidad misionera? Jesús mismo es el modelo. En el seguimiento de Jesús estamos llamados a entrar de lleno en el tejido social y a estar cerca de todos, compartiendo la vida de las personas que nos rodean, escuchando sus preocupaciones y ayudándoles material y espiritualmente. Todos nosotros estamos llamados a ofrecer a los demás un testimonio explícito del amor salvífico del Señor, que, a pesar de nuestras imperfecciones, nos ofrece su cercanía, su palabra y su fuerza, y da sentido a nuestras vidas. Hacemos esto no como una carga o un deber, sino como el resultado de una decisión personal que trae alegría y sentido a nuestras vidas.

Estamos llamados a vivir nuestra vida con sentido de misión, con la convicción de que tengo una misión personal que llevar a cabo. No debemos reducir esta sentido de misión a nuestros éxitos «personales y materiales» solamente. Cuando tratamos de vivir una espiritualidad de cercanía a los demás y buscando su bienestar, nuestros corazones se abren a mayores dones del Señor. Se enriquece nuestra mente y el corazón, se abren horizontes espirituales, haciéndonos cada vez más sensibles a la acción del espíritu de Dios en nosotros y a través de nosotros. Nuestra vida crece y madura en la medida que se ofrece, a fin de dar vida a otros.

Si queremos llevar una vida digna y plena, tenemos que llegar a los demás y buscar su bien. La vida crece al ser donada, y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, la mayoría de aquellos que disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad en la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás. Cada persona que encontramos a nuestro alrededor es obra de Dios, en la que Dios está presente y en la que la gloria de Dios se refleja, a pesar de las apariencias. Por lo tanto, si podemos ayudar al menos a una persona a tener una vida mejor, ya se justifica nuestra vocación cristiana a ser un discípulo misionero de Cristo.

Sobre el autor:

El P. Binoy Puthusery, C.M., es un sacerdote paúl perteneciente a la Provincia de India meridional. Fue ordenado sacerdote el 27 de diciembre de 2008 y poco después sirvió como coadjutor en Tanzania. En 2011, después de dos años de ministerio, fue nombrado Director Espiritual de las Hermanas Vicentinas de la Misericordia, en Mbinga, Tanzania. Actualmente reside en Barakaldo (España), y es formador en el Máster en Vicencianismo.