Un pasaje de las Escrituras que con frecuencia cautiva mi corazón vicenciano es el de la Transfiguración.
Hace algunos años, el Papa Francisco puso palabras a la experiencia que desafía la forma en que respondo a nuestro carisma. Escribió:
De este episodio de la Transfiguración quisiera tomar dos elementos significativos, que sintetizo en dos palabras: subida y descenso. Nosotros necesitamos ir a un lugar apartado, subir a la montaña en un espacio de silencio, para encontrarnos a nosotros mismos y percibir mejor la voz del Señor. Esto hacemos en la oración. Pero no podemos permanecer allí. El encuentro con Dios en la oración nos impulsa nuevamente a «bajar de la montaña» y volver a la parte baja, a la llanura, donde encontramos a tantos hermanos afligidos por fatigas, enfermedades, injusticias, ignorancias, pobreza material y espiritual. A estos hermanos nuestros que atraviesan dificultades, estamos llamados a llevar los frutos de la experiencia que hemos tenido con Dios, compartiendo la gracia recibida (Papa Francisco, Ángelus del 16 de marzo de 2014).
La cuestión está clara. Necesitamos «subir a la montaña» para estar con el Señor en oración, reflexión y estudio. Pero también necesitamos «bajar de la montaña» para poner en práctica las intuiciones y la fortaleza que hemos recogido.
Comprendemos el deseo de los discípulos de permanecer con el Señor en estos momentos de quietud y asombro. ¡Quieren levantar tiendas! ¡Qué atractiva es la posibilidad de permanecer por encima de la refriega y descansar con el Maestro! Sin embargo, nuestro carisma no encuentra su plena expresión en esos momentos. Por muy importante que sea dedicar tiempo a nuestro Dios y a nuestra fe, las aplicaciones y percepciones de esa experiencia sólo pueden encontrarse en el servicio y la compasión hacia nuestros hermanos y hermanas necesitados.
Jesús no vino para quedarse en la montaña. Las Escrituras nos hablan de cómo se tomó un tiempo en sus viajes para estar en comunión con el Padre y subir a la montaña. Sin embargo, este tiempo apartado le llevó a un compromiso y una entrega más profundos a su misión. De este modo cumplió la voluntad de Aquel que le envió. No vino a vivir en la montaña, sino a recorrer los caminos y visitar las aldeas donde habitaban y buscaban y sufrían sus amados hermanos y hermanas.
Sin duda, la experiencia más profunda para nosotros en la cima de la montaña tiene lugar en la Eucaristía. Nos reunimos en un lugar sagrado con nuestra comunidad, y escuchamos la Palabra de Dios mientras buscamos instrucción en la enseñanza del Señor. A continuación, celebramos y recibimos el don particular de la presencia del Señor entre nosotros en la mesa eucarística. Al final de esta reunión, salimos alimentados en mente, cuerpo y espíritu para la misión de vivir la vida cristiana.
Como vicencianos, podemos experimentar la dinámica de la Transfiguración. Quizá la transición de su aparición habitual entre los discípulos a la glorificación de su cuerpo pueda hacernos pensar en el ejemplo de Vicente de las dos caras de la medalla. Tal vez la aparición de Moisés y Elías pueda recordarnos nuestra necesidad de estar atentos a nuestras Escrituras, representadas por la Ley y los Profetas. Quizá las palabras del Padre puedan convocarnos de verdad a «escuchar a Jesús».
Podemos buscar con avidez la oportunidad de vivir experiencias en la cima de la montaña. Y, podemos hacer pleno uso de ellas mientras descendemos a nuestras calles para seguir el ejemplo de Vicente y Luisa.
Gracias por tantas enseñanzas en esta reflexión.