Uno de los versículos de un Evangelio de la semana pasada me cautivó y motivó mi reflexión: «Esta es la obra de Dios: que creáis en el que ha enviado». A veces, podemos preguntarnos «¿qué es lo que Dios quiere que haga; qué necesito hacer para cumplir la voluntad de Dios en mi vida?». Ese tipo de cuestionamiento puede dar lugar a un examen de mis trabajos y mis relaciones. Todo eso está bien.
Esta sentencia, sin embargo, da un paso atrás respecto a los proyectos que hay que realizar o las habilidades que hay que desarrollar. Sugiere que la principal responsabilidad de una mujer o un hombre cristianos es crecer en el conocimiento personal y en el seguimiento de Jesús. Y es trabajo, el trabajo de Dios. A medida que nos dedicamos al trabajo, nos volvemos mejores en nuestra tarea y más conocedores de nuestros logros. ¿Podemos considerar nuestra creencia en Jesús como «trabajo»? He llegado a pensar que sí, cuando hablamos de nuestro tiempo, esfuerzo y experiencia.
Crecer en nuestra confianza en Jesús requiere tiempo. No es un compromiso de «una vez y ya está». Nos acercamos más al Señor cuando hacemos de Él una parte integral de nuestro día a día y de nuestra vida. Reservamos tiempo para la oración, participamos fielmente en la vida sacramental, nos comprometemos a una educación dedicada y continua sobre las palabras y los caminos de Jesús. Este último esfuerzo tiene lugar cuando escuchamos las Escrituras y permitimos que el ejemplo y el estímulo de Jesús nos guíen. Entregamos conscientemente una parte de nuestra vida para acercarnos cada vez más a Él.
Sí, creer en Jesús implica un esfuerzo. Él no vino entre nosotros simplemente para decirnos cómo vivir fielmente, vino para mostrárnoslo. Llamó a sus discípulos a seguir su camino siguiendo su presencia encarnada. Su confianza en él se reflejó en que «tomaron su cruz y le siguieron» (Lc 9,23), en que «creyeron en su palabra» (Jn 8,31), en que «se amaron unos a otros» (Jn 13,35), en que «dieron fruto» (Jn 15,16). Creer en Jesús implica más que un compromiso con sus palabras, implica un compromiso con su vida. Todos hemos oído alguna vez esa expresión popular —aunque quizá anticuada— para determinar el rumbo de una vida cristiana: «¿Qué haría Jesús?». Ofrece una manera de considerar cómo tomamos nuestras decisiones morales y consideramos nuestros compromisos que nos llevan a la acción. Hacer «la obra de Dios» nos compromete a expresar nuestra creencia en Jesús en el orden práctico. No hay creencia teórica en Jesús. Él fue real entre nosotros y necesita un seguimiento real. Eso requiere esfuerzo.
La experiencia ofrece una tercera vía de reflexión sobre cómo creemos en Jesús. Invita a considerar cómo avanzamos en nuestras convicciones. Suponemos que, a medida que realizamos una determinada labor, mejoramos en ella. La experiencia nos enseña cómo hacer esto y cuándo hacer aquello. Esperamos y rezamos para que nuestro continuo conocimiento de la Palabra de Dios, nuestra digna recepción de los sacramentos y nuestra continua aceptación de las enseñanzas de la Iglesia nos permitan convertirnos en esos mejores hombres y mujeres que siguen a Jesús más de cerca. ¿Es correcto afirmar que, a medida que envejecemos, nos hacemos mejores cristianos? Esa reflexión tiene cabida en mi vida. Sin embargo, la acepto como expresión del compromiso de hacer la obra de Dios.
«Esta es la obra de Dios: que creáis en el que Él ha enviado». El versículo de la Escritura invita a meditar seriamente sobre nuestra fe centrada en la persona de Jesús. No la doctrina, sino el compromiso personal definen cómo crecemos en esta obra de Dios. Dodin capta algo del maravilloso espíritu de Vicente a este respecto:
«Una persona invisible es el polo magnético que orienta los pensamientos profundos de Vicente, sus preferencias, su manera de hablar. Sus discursos están llenos de aforismos y citas, pero nunca los utiliza como principios absolutos o limitaciones de su pensamiento. Son pinceladas y adornos para invocar una Vida. Incluso las máximas evangélicas no son otra cosa que condensaciones de la vida de Cristo. No tienen fuerza intrínseca propia, sólo son expresiones de la fuerza de Jesús, que se expresa a través de ellas y en ellas. Nuestro Señor —y no las citas evangélicas— es la regla de la Misión» (Dodin, p. 55)
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