Cuatro de las epístolas de Pablo se denominan «cartas de la cautividad»: Efesios, Filipenses, Colosenses y Filemón. Pablo redactó cada uno de estos escritos mientras estaba preso por el Evangelio en Roma o en Éfeso. Podemos notar la forma en que llama la atención sobre su encarcelamiento, y lo más significativo, cómo se conecta con su proclamación del Evangelio. Una carta a Timoteo, que escuchamos este domingo pasado, llama la atención sobre las experiencias del Apóstol y su determinación.
«Este es mi evangelio, por el que estoy sufriendo hasta el punto de ser encadenado como un criminal. Pero la palabra de Dios no está encadenada» (2 Tim 2,8-10)
Para Pablo, ¡nada debe obstaculizar o comprometer la predicación de la Palabra de Dios!
Escribre a la Iglesia de Éfeso:
[Oren] también por mí, para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el Misterio del Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él valientemente como conviene (Ef 6,19-20).
Pablo pide a la Iglesia que rece por él para que tenga la valentía de proclamar el mensaje del Evangelio. Ha sido encarcelado por sus audaces palabras; ha sufrido palizas y pedradas. Pero sabe que eso no puede detenerle. Debe seguir predicando la Palabra de Dios de forma convincente y abierta a todo aquel que quiera escuchar. En los Hechos de los Apóstoles, Pablo predica en la cárcel a los demás prisioneros y a sus captores (Hechos 16,25-32). Más tarde, predica ante Agripa, aunque cargado de cadenas (Hechos 26,29). Los grilletes no pueden obstaculizar el Evangelio ni siquiera para su revelación entre los que forjaron las cadenas. La Palabra de Dios no está encadenada.
A la Iglesia de Filipo, Pablo le escribe desde su confinamiento:
Quiero que sepáis, hermanos, que lo que me ha sucedido ha contribuido más bien al progreso del Evangelio; 13. de tal forma que se ha hecho público en todo el Pretorio y entre todos los demás, que me hallo en cadenas por Cristo. 14. Y la mayor parte de los hermanos, alentados en el Señor por mis cadenas, tienen mayor intrepidez en anunciar sin temor la Palabra (Fil 1,12-14).
Pablo se alegra de que su estancia en la cárcel no impida la proclamación de la palabra de Dios. Al contrario, otros cristianos se ven fortalecidos por su situación y su sufrimiento. Todos saben —amigos y enemigos— que su sometimiento se debe a su ministerio. Sus partidarios comienzan a anunciar el Evangelio con más audacia. La experiencia de Pablo les da el valor para hacer lo que hay que hacer y él expresa su contento por este estado de cosas. Se somete con gusto a la esclavitud si con ello libera a otros para que puedan predicar. Si una persona es silenciada, otra puede y debe retomar la proclamación. No hay que encadenar la Palabra de Dios.
Las otras epístolas proporcionan un sentido similar del deseo de Pablo de promover la historia de Jesús a pesar del coste.
Vicente nunca se vio a sí mismo (o a un misionero) eximido de la responsabilidad de predicar. Me encanta el pasaje en el que habla de esta realidad:
«Si no puedo predicar todos los días, ¡bien!, lo haré dos veces por semana; si no puedo subir a los grandes púlpitos, intentaré subir a los pequeños; y si no se me oyese desde los pequeños, nada me impedirá hablar familiar y amigablemente con esas buenas gentes, lo mismo que lo hago ahora, haciendo que se pusieran alrededor de mí como estáis ahora vosotros» (SVP ES XI-3, p. 57).
En la Evangelii Gaudium, el papa Francisco anima «a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora» (párrafo 1).
«La palabra de Dios no está encadenada». Recemos para que este énfasis resulte cierto en nuestro escuchar, hablar y actuar.
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