Jesús nos ha redimido con su sangre. No le pagamos nuestra redención, ni se la podemos pagar; gratis la recibimos.
La fe es un don divino (Rom 12, 3; Fil 1, 29; 2 Pd 1, 1). Los creyentes la tienen solo por gracia de Dios; gratis la reciben. Y es de suponer que el que concede la fe es el único que la puede aumentar.
Con razón, pues, acuden a Jesús los discípulos para pedirle que les aumente la fe. Después de todo, él es quien los ha llamado a seguirle y a creer en él. Y en respuesta a lo que le han pedido los discípulos, Jesús los alienta y los corrige.
Las palabras del Maestro alientan a los que humildes admiten que su fe es pequeña. ¿Nota él en ellos cierta vengüenza y cierto desaliento, que aún se ven ellos de fe débil? De todos modos, no les dice él lo que ya dijo antes, a saber: «¡Qué débil es vuestra fe!». Él les asegura, más bien, que muy eficaz puede ser aun una fe tan pequeña como un granito de mostaza. Y se les corrige así a ellos. Pues se les da a entender que lo decisivo no es la cantidad de fe, sino la calidad. Más importante que el bulto de fe es que ella sea viva, fuerte y activa.
Esa respuesta es tan desconcertante que las bienaventuranzas y las demás enseñanzas paradójicas. Ella lleva también a que este mundo se ponga boca abajo. Se yuxtaponen lo pequeño y lo grande; al contrario de lo que se espera, lo pequeño sobresale. Y así es, «para que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor». Es decir, la gracia la fe, la revelación, la salvación, ellas todas las recibimos gratis.
Todo lo bueno y perfecto viene de Dios; él nos lo da gratis.
La petición de los discípulos y la respuesta de Jesús, claro, nos plantean preguntas. ¿Humildes nos confesamos de poca fe? ¿Reconocemos de verdad, de palabra y de obra, que gratis recibimos y, por lo tanto, gratis hemos de dar?
Por supuesto, confesarnos de poca fe y admitirnos endeudados con Dios del todo, esto supone la humildad. Dios, además, se resiste a los orgullosos y da gracia a los humildes.
Y a éstos se les revela lo que se les esconde a los sabios. No es de sorprender, pues, que guarden las gentes sencillas la verdadera religión y sean de fe viva (SV.ES XI:120). Sin hurgar, dan esas gentes por sentado que lo que tienen lo han recibido. Y es por eso que ellas se ven humildes, y vivos por su fe, en su gratitud y generosidad. Se ponen ellas a plena disposición, al pleno servicio, de Dios y del prójimo. Toman parte así en los duros trabajos del Evangelio.
A los pobres, sí, se les concede el don de imitar a Cristo pobre y humilde. Si bien no del mismo modo que el de san Pío de Pietrelcina. Pero igual, son ellos imágenes del que entrega su cuerpo y derrama su sangre para que no perezcamos, sino tengamos vida eterna. ¿Somos de los pobres?
Señor Jesús, haz que reconozcamos que todo es don, y gratis lo recibimos. Como lo hacía tu siervo, san Ignacio de Loyola, te pedimos que nos enseñes a ser generosos. A dar sin medida. A trabajar sin pedir recompensa, si no es el saber que cumplimos tu voluntad.
2 Octubre 2022
27º Domingo de T.O. (C)
Hab 1, 2-3; 2, 2-4; 2 Tim 1, 6-8. 13-14; Lc 17, 5-10
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