DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LOS CAPÍTULOS GENERALES
DE LA ORDEN BASILIANA DE SAN JOSAFAT,
DE LA ORDEN DE LA MADRE DE DIOS Y DE LA CONGREGACIÓN DE LA MISIÓN
Sala Clementina
Jueves, 14 de julio de 2022
Queridos hermanos de la Orden de la Madre de Dios,
de la Orden Basiliana de San Josafat
y de la Congregación de la Misión, ¡bienvenidos!
Para mí es importante recibir a los capítulos generales, porque es una forma de comunicar con la vida consagrada. Es muy importante en la Iglesia, pero no siempre hay tiempo y, de hecho, en este tiempo de vacaciones está cerrado, pero se ha abierto para vosotros, en esta nueva modalidad, al menos tres juntas… ¡No hagáis la guerra entre vosotros, por favor! Alguno puede pensar que es una “macedonia” de institutos, pero hermosa como la variedad de la Iglesia. Rompo el “ayuno” del mes de julio para acogeros, con ocasión de vuestros Capítulos Generales. Devuelvo de corazón los saludos de los tres Superiores y les doy las gracias por haber presentado los recorridos y las perspectivas de los respectivos Institutos. También yo deseo en primer lugar comunicaros la gratitud de la Iglesia por el testimonio que dais como consagrados y por la actividad apostólica que lleváis adelante ahí donde estáis presentes. Es importante, “consagrados”, esto está en el primer lugar.
En estos días estáis ocupados en los trabajos capitulares. Vosotros clérigos de la Madre de Dios y vosotros sacerdotes de la Misión ya vais a concluir, mientras que vosotros Basilianos habéis empezado hace poco. Formulo mis felicitaciones a aquellos que han sido elegidos para el servicio del gobierno y me asocio a vuestro reconocimiento por los que lo han concluido.
Pienso que también para vosotros estos Capítulos hayan representado un reencuentro en presencia después del periodo de forzada distancia debido a la pandemia. Esto debería también ayudar a no dar por descontado el hecho de poder encontrarse, debatir mirándose a los ojos, y sobre todo rezar juntos, escuchar juntos la Palabra y compartir la Eucaristía. Entonces saboreemos nuevamente eso a lo que quizá nos habíamos acostumbrado; y retomemos conciencia de lo que el Señor Jesús dijo despidiéndose de sus discípulos: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Si no permanecéis en mí, no podréis dar fruto” (cfr. Jn 15,5). Esta experiencia la hacen en primera persona los miembros del Capítulo, pero espiritualmente esta se transmite a todos los hermanos, a toda la familia religiosa, mucho más allá de lo que nosotros podemos conocer y experimentar.
El Capítulo, en particular, es el momento del discernimiento comunitario. No es dar ideas, no, es “discernir”, con un discernimiento comunitario: con la ayuda del Espíritu Santo se trata de ver si hemos sido fieles al carisma y en qué medida, donde nos impulsa el Espíritu a ir adelante y donde hay que cambiar. ¡Si el Espíritu nos está presente en un Capítulo, cerrad la puerta y volved a casa! Debe ser casi el protagonista de un Capítulo. Esta es una de las experiencias más bonitas y más fuertemente “eclesiales” que se nos ha dado vivir: ponerse juntos a la escucha del Espíritu presentándole las situaciones concretas, las cuestiones, los problemas… Es lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles, a propósito de las primeras comunidades, y que estamos llamados a revivir en el hoy de la Iglesia y del mundo.
Ahora, queridos hermanos, quisiera aprovechar esta ocasión para reiterar un criterio que considero esencial para hacer el discernimiento: el criterio de la evangelización. Cuando nos interrogamos sobre nuestra fidelidad creativa al carisma originario, debemos preguntarnos si nuestra forma de interpretarlo y de ayudarlo es “evangelizadora”, es decir, si las decisiones que tomamos —en cuanto a contenidos, métodos, instrumentos, al estilo de vida— están orientadas a testimoniar y anunciar el Evangelio. Sabemos que por su naturaleza los carismas son diferentes y que el Espíritu Santo siempre los crea y los distribuye con fantasía y variedad. Pero algo es seguro: los carismas, como enseña san Pablo, son todos para la edificación de la Iglesia —no por sí mismos, no tienen una dimensión de particularidad, pero todos son para la edificación de la Iglesia— y ya que la Iglesia no es fin en sí misma sino que su fin es evangelizar, sigue que cada carisma, ninguno excluido, puede y debe cooperar a la evangelización. Y esto debe estar muy presente al hacer discernimiento. Pensad que la vocación de la Iglesia es evangelizar, es más, la alegría de la Iglesia es evangelizar. Esto lo ha dicho el santo Papa Pablo VI, en esa Carta que también hoy, que han pasado tantos años, tiene actualidad, la Evangelii nuntiandi. La vocación de la Iglesia es evangelizar, la alegría de la Iglesia es evangelizar.
Dado este principio, no es necesario detenerse en teorías abstractas, sino que es mejor aprender de los santos: en vuestro caso, san Juan Leonardi, san Josafat y San Vicente de Paúl. Precisamente en su diversidad, muestran lo que significa ser «evangelizadores con Espíritu»: «evangelizadores que oran y trabajan —evangelizadores, no proselitistas, porque evangelizar no es hacer proselitismo, nada que ver lo uno con lo otro—. Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón» (Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, 262). El testimonio de los santos y de las santas nos confirma que «siempre hace falta cultivar un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad. Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga» (ibíd.). Me permito haceros una pregunta: ¿hacéis oración de adoración? ¿O habéis olvidado lo que significa adorar? Adorar. Pensad en esto, la gratuidad de la adoración. Creo que en nuestro tiempo existe el peligro de olvidar esto. “¿Yo hago adoración? ¿Sé lo que es adorar?”. Cada uno que se responsa, por favor, a sí mismo.
En cuanto religiosos, vosotros estáis llamados a evangelizar, no solo en el plano personal, como todo bautizado, sino también de forma comunitaria, con la vida fraterna. Este es la vía maestra para mostrar la pertenencia a Cristo, porque Él mismo aseguró a los suyos: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,35). Pero sabemos bien, también por experiencia, cuánto cuesta: es el gran desafío de la vida en común, inconcebible para la mentalidad del mundo, pero, precisamente por esto, signo del Reino de Dios. Esta requiere una actitud cotidiana de conversión, requiere disponibilidad a ponerse en discusión, vigilancia sobre las rigideces como también sobre una tolerancia excesiva y “de conveniencia”. Sobre todo requiere humildad y sencillez de corazón, que no debemos nunca dejar de pedir a Dios, porque vienen de Él. Para nosotros, de hecho, que, a diferencia de nuestra Santa Madre, tenemos el pecado original, la humildad y la sencillez del corazón no son dones “naturales”, sino obra de la Gracia divina en nosotros, que hay siempre que acoger, siempre hay que renovar en el camino de la vida y en los diferentes contextos relacionales.
Es ahí, en la confluencia de las relaciones, que se tamiza nuestro corazón y que, con el compromiso de cada uno, puede tomar forma un hermoso testimonio de hermanos. No algo empalagoso, no una concordia de fachada, no una homogeneidad achatada sobre la personalidad del superior o de cualquier líder. No. Una fraternidad libre, con el gusto de las diversidades y en la búsqueda de una armonía cada vez más evangélica. Como en una orquesta con muchos instrumentos, donde lo esencial no es la destreza de los solistas, sino la capacidad de cada uno de escuchar a todos los demás para crear la mejor armonía posible.
Y de aquí entra la alegría. Y así como he hecho la pregunta: “¿Yo adoro?”, que cada uno de vosotros debe hacerse, “¿yo sé adorar en silencio?”, quisiera también haceros otra: “¿Soy alegre en mi vocación, o voy como puedo y busco la alegría en otro lugar?”. Una alegría verdadera, no formal, no esa alegría con la sonrisa que no dice nada, la sonrisa artificial, “hermano, hermano” y después el puñal por detrás. Sucede, sucede, lo sabemos. La alegría no formal, no la sonrisa artificial. La alegría de ser de Cristo y de serlo juntos, con nuestros límites y nuestros pecados. Alegría de ser perdonados por Dios y compartir este perdón con los hermanos. ¡Esta alegría no se puede esconder, trasluce! Y es contagiosa. Es la alegría de los santos y de las santas, que, si son fundadores, no lo son de nacimiento. ¡No se nace fundadores! Se llega a ser por atracción: en el doble sentido de que en primer lugar Cristo atrae a sí a ese hombre o a esa mujer, de este modo los hace capaces de atraer a otros hacia Él. Subrayamos este “a Él”: el santo no atrae hacia sí, sino hacia Señor siempre. Por tanto, humildad y sencillez de corazón y alegría. Este es el camino de una fraternidad evangelizadora. ¡Imposible a los hombres, pero no para Dios!
Una de las cosas que mata la alegría comunitaria es el chismorreo. ¡Por favor, nada de chismorreo, nada! Si tú tienes algo contra otro, ve y díselo a la cara. O díselo a quien puede poner remedio, pero no a escondidas. El chismorreo destruye, no solo la comunidad, me destruye a mí mismo. El chismorreo no es de hombres, el chismorreo vuelve las personas superficiales, que van llevando las cosas de un lado a otro y así viven. ¡Por favor, vigilad la lengua! Sé que no es fácil en una Congregación religiosa evitar el chismorreo. Una vez me dijeron que hay una buena medicina para esto: morderse la lengua a tiempo. Sí, se hinchará un poco, pero al menos… Por favor, os lo pido: nada de chismorreo. Esto mata, esto destruye.
Y no quisiera terminar sin una cercanía a vosotros, queridos hermanos Basilianos ucranianos, en este momento de dolor, en este momento de martirio de vuestra patria. Quisiera deciros que estoy cerca de vosotros, toda la Iglesia está cerca, toda. Os acompañamos como podemos en vuestro dolor. Yo muchas veces pienso que uno de los peligros más grandes ahora es olvidar el drama de Ucrania. Uno se acostumbra, se acostumbra… y al final no es tan importante y se habla… ¡Hace unos días, vi en el periódico que la noticia sobre la guerra estaba en la página 9! No es un problema que interesa, es una mala señal. Por esto estamos cerca de vosotros, y todos debemos tener la mira puesta en ellos porque ellos en este momento están padeciendo el martirio. Vosotros estáis en el martirio. Y os deseo que el Señor tenga compasión de vosotros y de esté cerca de vosotros con la paz y el don de la paz.
Hay otra cosa que quisiera deciros, para no olvidar. Sois tres Congregaciones religiosas, y uno de los problemas, lo sabemos, que existen muchas veces, es el problema de los abusos. Por favor, recordad bien esto: tolerancia cero a los abusos a menores o a las personas incapaces, tolerancia cero. Por favor, no esconded esta realidad. Nosotros somos religiosos, somos sacerdotes para llevar a la gente a Jesús, no para “comer” a la gente con nuestra concupiscencia. Y el abusador destruye, “come”, por así decir, al abusado con su concupiscencia. Tolerancia cero. No tengáis vergüenza de denunciar: “Este ha hecho esto, ese otro…”. Te acompaño, eres un pecador, eres un enfermo, pero yo debo proteger a los otros. Por favor os pido esto, tolerancia cero. No se resuelve esto con un traslado. “Ah, de este continente lo mando a otro continente…”. No.
Queridos hermanos, pido al Espíritu Santo que os conceda sus dones en abundancia, para que podáis discernir lo que Él mismo os sugiere; os dé fuerza para afrontar los desafíos y constancia en vuestro servicio eclesial. Que la Virgen María os proteja, os ayude y sea la guía segura de vuestro camino. De corazón os bendigo a todos vosotros y a vuestros Institutos, y os pido por favor que no os olvidéis de rezar por mí, porque este trabajo no es fácil. Gracias.
Fuente: Dicasterio para la comunicación – Libreria Editrice Vaticana
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