En los vientos de Pentecostés con santa Isabel Ana Seton

por | Jun 4, 2022 | Formación, Reflexiones | 0 Comentarios

En Pentecostés celebramos el descenso del Espíritu Santo y el nacimiento de la Iglesia con imágenes de viento y fuego divinos. Para la Madre Seton —y para los católicos de hoy— es dentro de las tormentas y los naufragios de la vida donde se encuentra la gracia y se revelan nuevos caminos.

«Pentecostés», de Jean Restout (1732). Óleo sobre lienzo conservado en París, Museo del Louvre.

“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos” (Hechos 2,1-3)

Cuando yo era adolescente y exploraba por primera vez las Escrituras por mi cuenta, me impresionó esta descripción de la llegada del Espíritu Santo en Pentecostés y el nacimiento de la Iglesia. Todo parecía un proceso salvaje, caótico y aterrador: ¡el terrible rugido de un viento impetuoso!

Cualquiera que haya experimentado alguna vez un huracán, especialmente un tornado, puede decir que el ruido y la violencia pueden resultar desgarradores, como un tren que se precipita hacia ti, lleno de poder: el poder de desarraigar, de arrojar cosas; el poder de desorientar; el poder de arruinar todo, aparentemente para siempre.

Viviendo como vivía en un hogar disfuncional, a veces violento y abusivo, a menudo sencillamente desquiciado, me reconfortó la descripción de un acontecimiento aparentemente catastrófico e incognoscible que, de hecho, es un catalizador para que surja algo creativo después.

Me pareció, de hecho, algo muy esperanzador que decía: «Aguanta, todo está sucediendo por un propósito, así que sigue, sigue creyendo».

Y ese mensaje se ha demostrado cierto en mi vida.

Cuántas veces he mirado hacia atrás en acontecimientos que parecían terribles —eran terribles— y me he encontrado diciendo: «Sí, fue terrible, pero si no hubiera ocurrido eso, nunca habría entendido esto que tengo delante, ahora». O nunca habría tenido una idea importante que ayudara a otro, o simplemente nunca sería la persona en la que me he convertido, para bien o para mal.

Mi amistad con san Felipe Neri se cimentó el día que leí en sus máximas que «Todos los propósitos de Dios son para bien; aunque no siempre lo entendamos, podemos confiar en ello».

Sabía que las palabras eran ciertas, y teníamos el ejemplo de la propia Pasión de Cristo, que nos trajo la esperanza de la redención y la vida eterna, y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, para demostrarlo.

También tenemos el ejemplo de santa Isabel Ana Seton, no sólo para confirmar la máxima, sino para mostrarnos lo que debemos hacer con el tumulto, a veces desconcertante y a menudo desgarrador, que puede acompañar a la llegada del Espíritu Santo a nuestras vidas, y echar por tierra todas nuestras comodidades. En esos momentos, sólo nos queda la Gracia, y nuestra voluntad de estar abiertos a lo que ha sucedido: no sólo «aguantar» de alguna manera pasiva, mientras esperamos el rescate, sino ver activamente qué vías han cerrado los escombros, qué caminos han abierto, y entonces dirigirnos por algún nuevo camino con confianza.

La confianza es un componente necesario tanto para soportar como para trabajar con los desafíos que el Espíritu Santo trae a nuestras vidas.

Para Isabel Bayley Seton, la acomodada hija de un respetado médico, la amada esposa de un notable hombre de negocios, bien conectada, a la moda y socialmente popular, la confianza era esencial en su historia.

A pesar de su estatus social, Isabel no había sido una persona al servicio de sus propios placeres; su vida de joven matrona había sido una conciencia social en la que abogaba por los enfermos, los pobres y las viudas. Era, a todas luces, lo que hoy llamaríamos una «buena persona» y espiritualmente generosa.

Y, sin embargo, a su pacífica y acomodada existencia llegó el tipo de caos que siempre nos hace preguntarnos: «¿Por qué se permite que esto le ocurra a esta persona?».

Debió de sentirse como si un viento destructivo azotara la vida de Isabel cuando su marido, Guillermo Magee Seton, enfermó de tuberculosis con tal gravedad que el matrimonio y su hija mayor se fueron a Italia por el bien de su salud. A su muerte, ella, que había sido miembro fundador y dirigente de la Sociedad para el Socorro de Viudas Pobres con Hijos Pequeños, se convirtió en viuda con hijos pequeños. Cuando regresó a Nueva York, con cinco hijos a su cargo, y se hizo católica, también se convirtió en pobre, rechazada por la sociedad que antes había disfrutado y servido. Debió de parecerle una cruel ironía —como nos sucedería a la mayoría de nosotros.

A pesar de ello, Isabel siempre había tenido una gran devoción por la lectura de las Escrituras. Tuvo que estar muy familiarizada con la representación de la llegada del Espíritu Santo en Pentecostés, con todo su aterrador ruido y torbellinos, y mientras su vida se hacía pedazos, con las vías cerradas, tuvo la sabiduría de buscar los nuevos caminos descubiertos, y de confiar y seguir donde el Espíritu Santo la guiaba.

Al hacerlo, la Madre Seton acabó fundando una congregación religiosa de mujeres dedicadas a facilitar las oportunidades educativas de los católicos en América —sus Hermanas prácticamente pusieron en marcha el sistema educativo católico— y el cuidado de los pobres y los huérfanos, y su trabajo continúa hasta hoy.

«Isabel Seton hizo más por la Iglesia en América que todos nosotros los obispos juntos», dijo el arzobispo Francis Patrick Kenrick, treinta años después de su muerte, y todo comenzó con el descenso del Espíritu Santo que entró en su vida y la «trastocó», y su voluntad de cooperar con la Gracia, cuando la Gracia era todo lo que le quedaba.

Todo esto es un ejemplo alentador para los católicos, que actualmente están viviendo un torbellino espectacularmente destructivo que ha puesto patas arriba lo que antes parecía una Iglesia cómoda. Podemos mirar los pecados que tenemos ante nosotros y pensar: «¿Dónde está el Espíritu Santo en todo esto? ¿Qué bien puede venir de la dispersión de nuestra confianza, de nuestra esperanza?».

Pero es más bien como mi lectura de Pentecostés mientras mi tormentosa familia se enfurecía y agitaba; en medio de toda la destrucción, en medio de todos los destrozos, se revelarán nuevos caminos, y siempre se nos dará la Gracia que necesitamos. Sólo tendremos que discernir en oración cómo cooperar con esa Gracia para ayudar a que se cumplan los propósitos del Dios vivo, que cabalgan con el viento del Espíritu Santo.

Por el ejemplo de cómo vivió su vida, cómo cooperó con la Gracia, vemos que Isabel Ana Seton sabía todo esto. Y sabía, parafraseando a Flannery O’ Connor, que la fe no era una manta caliente, sino una cruz.

En una carta a un amigo, la Madre Seton escribió, quizás de forma muy apropiada para este próximo Pentecostés

«Todo lo que Él nos pide es nuestra buena voluntad. Nunca somos lo suficientemente fuertes para llevar nuestra cruz —es la cruz la que nos lleva— ni tan débiles como para ser incapaces de soportarla, ya que los más débiles se hacen fuertes por su virtud… Sólo a Dios debemos mirar en todo lo que nos sucede, sea pequeño o grande, y estar persuadidos de que los hombres y los demonios combinados no pueden hacer nada más que lo que Él permite, y Él no permite que nos sobrevenga ningún dolor o prueba si no es para el desarrollo de nuestra virtud y su gloria».

Un viento poderoso está sobre nosotros, en nuestra Iglesia, y llega también a todas las vidas, la verdad sea dicha. Aprendamos a cooperar de la mejor manera con la Gracia, que puede ser todo lo que queda a su paso.

ELIZABETH SCALIA es la premiada autora de Strange Gods, Unmasking the Idols in Everyday Life y Little Sins Mean a Lot: Kicking Our Bad Habits Before They Kick You.
Fuente: https://setonshrine.org/

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