«Seis monjas llegaron a la India para fundar un hospital. Consiguieron transformar un país»

por | Abr 11, 2022 | Noticias | 0 comentarios

En la primavera de 1947 no había nada seguro sobre el futuro de la India, su identidad como nación o el tipo de país que sería. India pronto se liberaría del dominio colonial británico, pero no podría satisfacer las necesidades básicas —ni mucho menos las esperanzas y ambiciones— de la mayoría de su pueblo. Para ello se necesitarían nuevas instituciones, nuevas ideas y hombres y mujeres dispuestos a arriesgarse a construirlas.

India había sido devastada por la Segunda Guerra Mundial y luego por la partición, que dividió el país en dos. A finales de 1948, dos de las ciudades indias, Delhi y Mumbai, habían absorbido cada una a más de 500.000 refugiados, y el país había sufrido violencia, desplazamientos y escasez de alimentos a escala masiva. Más de 20 millones de indios vivían bajo racionamiento directo, con derecho a 10 onzas de grano [unos 287 gramos] al día. En ese periodo, un grupo de monjas católicas de Kentucky decidieron llegar a Mokama, una pequeña ciudad situada en un cruce de ferrocarril en el norte de la India, en la orilla sur del río Ganges, para fundar un hospital.

Los padres de la autora en el Taj Mahal, en febrero de 1971. En la década de 1960, su madre estudió para ser enfermera en el Hospital Nazaret. Fotografía de la familia Thottam.

La historia del Hospital Nazaret comenzó, para mí, como una historia familiar. Mi madre estudió enfermería allí a principios de los años sesenta, y esos conocimientos la ayudaron a viajar, con mi padre, a los Estados Unidos. Pero este hospital y las mujeres que lo pusieron en marcha son también la historia de una nación en proceso de constitución. Entre las personas que dieron forma a la India en aquellos años había forasteros e inadaptados, huérfanos y menospreciados, extranjeros e indios de muchas religiones y castas diferentes, aquellos a los que la historia rara vez recuerda.

Uno de ellos fue Sir Joseph Bhore.

Un distinguido burócrata indio que había servido lealmente a la Corona, incluso cuando el movimiento independentista de Gandhi cobraba fuerza, Bhore se retiró con el título de caballero en 1935 a la isla de Guernsey. Cuando las fuerzas alemanas ocuparon Guernsey y las demás islas del Canal en 1940, se vio obligado a abandonar su tranquilo retiro. Sin ningún otro sitio al que ir, volvió a la India. En octubre de 1943, el gobierno colonial de la India le pidió que dirigiera una «amplia encuesta» sobre las condiciones sanitarias en la India británica, la primera de esta índole.

Fue el encargo más importante de su vida.

Sor Crescentia Wise (con hábito blanco) con un médico y el personal del hospital registrando a los pacientes para la clínica de la enfermedad de Hansen. Centro de Archivos de las Hermanas de la Caridad de Nazaret.

Bhore había presentado, con un detalle desgarrador, los estragos que cientos de años de abandono colonial habían causado en los cuerpos de cientos de millones de indios, y sin embargo creía, a su manera tecnocrática, que los propios indios podían revertir los efectos de generaciones de crueldad.

El objetivo general era simplemente aumentar el número de médicos y otros profesionales de la salud. En la India había un médico por cada 6.300 personas, frente a uno por cada 1.000 en Inglaterra. Se fijó el objetivo de aumentar la proporción a uno por cada 2.000 para 1971, e imaginó una red de pequeños centros de salud en las aldeas. Un par de médicos formados se encargarían de varios pueblos, atendiendo, con una plantilla de 36 personas, a una población de unos 20.000 habitantes. Este fue uno de los pocos momentos en que alguien del gobierno de la India vio con absoluta claridad lo que era necesario para cambiar la India a mejor, cómo hacerlo y lo que costaría.

Las seis hermanas pioneras, poco después de llegar a Mokama en diciembre de 1947, con el edificio del hospital vacío a sus espaldas. Centro de Archivos de las Hermanas de la Caridad de Nazaret.

Cuando llegó, sor Veeneman encontró un almacén vacío, una serie de habitaciones vacías. No había camas de hospital, ni medicinas, ni electricidad, ni agua corriente, ni médicos, ni enfermeras, ni otro personal capacitado. La misión de las hermanas era convertir este edificio en el décimo hospital de las Hermanas de la Caridad, y tendrían seis meses para cumplirla.

El 5 de enero de 1948, menos de un mes después de que las hermanas llegaran a Mokama, una joven llegó a su puerta. Era diminuta, no llegaba al metro y medio, y llevaba varios meses viviendo con las carmelitas en Patna, la ciudad grande más cercana. Se llamaba Celine Minj y Veeneman le ofreció una cama en el ático.

Observó lo que las hermanas llamaban hospital y no le impresionó. No había nada, sólo una pequeña sala en un edificio cercano a la estación de tren, y un dispensario con algunas cajas de medicamentos. Pero aun así estaba un paso más cerca de la vida que quería.

Minj nació en 1933 en los bosques del centro de la India, en las tierras tribales del pueblo oraon. Su padre había muerto de fiebre alta cuando su joven esposa, Mariana, estaba embarazada, dejando a Mariana y a su pequeña hija a merced de sus parientes masculinos.

Minj siempre sería pequeña, pero creció dura y fuerte y muy consciente de la diferencia entre ella y los otros niños de la familia, aquellos cuyos padres y abuelos habían vivido. Sin embargo, no eran los puñados de arroz extra lo que Minj envidiaba. Veía a los otros niños ir a la escuela y, en cuanto pudo hablar, dio voz a ese anhelo: «Quiero estudiar».

Una vez que fue lo suficientemente fuerte, Minj caminaba junto a su madre llevando ladrillos en una cesta sobre la cabeza en las obras de construcción. Juntas, ganaban lo suficiente para la matrícula, los libros y los lápices. En 1945, al terminar la guerra, Minj tenía 12 años y había terminado el séptimo grado, pero su ambición de ser educada había empezado a causar problemas. Era una jovencita que no era lo suficientemente flexible como para casarse ni lo suficientemente inteligente como para salir de su pueblo, así que finalmente se escapó de casa y encontró el camino a Mokama.

Cuando llegó, Minj recordó aquellos preciosos días en la escuela, observando a las enfermeras que atendían a los alumnos internos. Pudo ver esa misma competencia y determinación en estas mujeres estadounidenses. Decidió quedarse. Casi inmediatamente, Minj se convirtió en un elemento esencial para el trabajo de las hermanas. Cuando alguien se presentaba en el dispensario con síntomas que las hermanas no podían comprender, ella traducía. Cuando recibían las primeras llamadas para salir al pueblo a atender un parto, ella las acompañaba.

A finales de enero, los pacientes ya hacían cola para recibir tratamiento. Pero las hermanas seguían sin tener un médico propio. Veeneman escribió cartas a misiones, hospitales y escuelas de medicina de toda la India para encontrar uno. La fecha de apertura se fijó para el 19 de julio. «Por favor —escribió en una carta a su familia—, redoblad vuestras oraciones para que tengamos un médico para esa fecha».

El 24 de julio de 1948, días después de la apertura del hospital, un joven médico entró en la misión. Esbelto, fuerte y tranquilo, con un cabello grueso que mantenía peinado en una onda elegante, Eric Lázaro no fue su primera opción. El mismo día que aceptó su oferta, Veeneman recibió una carta de una mujer que respondía al mismo anuncio del periódico. «Sólo lamento que no hayamos conseguido primero a la señora médico, porque es lo que más se necesita en nuestra sección del país», escribió Veeneman en una carta a la casa madre. Pero él era el mejor sustituto que podían encontrar.

Lázaro nació en 1921 en una familia anglo-india. Cuando tenía 6 años, su madre murió, posiblemente de tuberculosis. Su muerte destruyó a su joven familia. Su padre viudo, un obstetra, bebía mucho e, incapaz de cuidar de su hijo, lo envió a vivir con la asistencia de sus parientes. En cuanto terminó el bachillerato, Lázaro empezó a estudiar medicina, reuniendo el dinero suficiente para pagar la matrícula. Cuando terminó, Lázaro fue uno de los millones de personas que quedaron a la deriva tras el final de la guerra pero antes de la independencia. Mokama era un pueblo olvidado, pero él era un médico sin experiencia, y estaba dispuesto a dejar todo lo demás atrás.

En cuanto el hospital abrió oficialmente, empezaron a llegar pacientes todos los días, un flujo de personas con cólera y malaria y fiebres no especificadas, hombres con heridas infectadas y mujeres de parto. Los anales de la misión y las cartas de las hermanas a sus hogares, que al principio estaban llenos de nostalgia —Veeneman a veces lloraba mientras leía las cartas de la sede de la orden en Kentucky—, se ocupaban en cambio de los informes de las personas que acudían al hospital, tanto si vivían como si morían, y de la novedad ocasional de un paciente adinerado que llegaba en coche o convocaba a un médico y a una enfermera para una visita a domicilio hecha en elefante.

El suministro de medicamentos y equipos que las hermanas traían como carga —antibióticos, penicilina, analgésicos, vendas, desinfectantes— solía ser suficiente para tratar las enfermedades y lesiones más comunes. Pero en ocasiones no podían hacer más que actuar como testigos, para la mujer en pleno episodio psicótico o el bebé en las últimas fases de deshidratación.

Lázaro demostró ser un médico capaz y con recursos. Además de tratar el flujo constante de infecciones y enfermedades tropicales, ayudó en las operaciones oculares en una clínica temporal instalada por algunos médicos visitantes. Realizó la autopsia de un querido niño huérfano que había vivido en el convento durante meses, pero que finalmente murió, con el bazo dilatado que revelaba los efectos de la malaria y el kala azar, una enfermedad transmitida por las moscas de la arena. Consiguió operar a una mujer con un embarazo ectópico bajo la luz de una linterna y, con la ayuda de un cirujano visitante, operó a una de las monjas, la hermana Florence Joseph Sauer, de apendicitis.

Había tanta humedad cuando abrieron el hospital que la ropa tardaba días en secarse, y las moscas les atormentaban en la mesa, descendiendo sobre sus platos y tazas de té. Sin embargo, había tantos pacientes que apenas se daban cuenta. La falta de agua corriente tampoco supuso un grave obstáculo: sor Crescentia Wise instaló un alambique para producir agua purificada, un artilugio que sor Charles Miriam Holt bromeó que no estaría fuera de lugar en las colinas del condado de Nelson, Ky. En agosto, las hermanas comenzaron a registrar su censo de pacientes: el 7 de agosto, 19 en el hospital y 61 en el dispensario. A finales de ese mes, ambos estaban desbordados.

Durante esos primeros meses, las hermanas se esforzaron por encontrar suficientes enfermeras. También en este caso, Bhore había previsto su dificultad. El comité calculó que había unas 7.000 enfermeras en toda la India, una enfermera por cada 43.000 personas, en un país de 300 millones. «Hoy no hay en toda la India tantas enfermeras cualificadas como en Londres», señalaba el informe.

Aunque había unas 190 escuelas en toda la India en las que se formaban enfermeras, el nivel era muy inferior al de la mayoría de las escuelas de enfermería modernas. De hecho, no eran realmente escuelas. Eran simplemente programas en los que las mujeres trabajaban en los hospitales sin remuneración, aprendiendo lo que podían durante el trabajo y proporcionando mano de obra gratuita a los hospitales mientras tanto. Las enfermeras de la India eran casi todas mujeres, y el informe Bhore señalaba las «deplorables» condiciones de trabajo como los principales impedimentos para aumentar su número.

Veeneman pedía constantemente a los hospitales de Patna, a los jesuitas de Patna y a otras órdenes de la India que les enviaran enfermeras, incluso las que no habían terminado su formación. La falta de normas claras para las enfermeras en la India se hizo muy evidente. Una de ellas se fue de vacaciones y nunca regresó; otra resultó no ser una enfermera en absoluto, sino una encargada de la elaboración de medicamentos, que había trabajado en farmacias mezclando y preparando medicinas, pero que no sabía ni siquiera utilizar una jeringa.

Así que las hermanas se las arreglaron con la gente que tenían. Sor Florence Joseph se hizo cargo del turno de noche. Su personal doméstico ayudaba con las bandejas de los pacientes y la limpieza. Minj fue asignada para registrar a los pacientes y ayudar en el dispensario. Su papel crucial en la comunicación entre los pacientes y las hermanas se formalizó, lo que la acercó a la enfermería.

Pero ninguna de estas soluciones improvisadas fue suficiente para ofrecer el nivel de atención que las hermanas esperaban, así que en pocos meses pusieron en marcha una escuela de enfermería improvisada. Reservaron una sala y algunas mesas y sillas, y las hermanas y el Dr. Lazaro enseñaron anatomía, primeros auxilios, artes de la enfermería, dietética y las rutinas de atención al paciente. Las primeras alumnas fueron tres de las enfermeras escasamente formadas que habían aterrizado en Mokama con la esperanza de trabajar, y Minj, cuyo deseo y entusiasmo por la enfermería nunca había flaqueado.

Es difícil exagerar la audacia de lo que las hermanas del Hospital Nazaret lograron en los dos años siguientes a su llegada a la India. En diciembre de 1949, las hermanas habían anotado en los anales a todas las personas que les ayudaban: el médico, cuatro ayudantes en el dispensario, siete enfermeras, tres que trabajaban en el hospital, tres chicas en la casa, un cocinero, dos ayudantes de cocina, un portador de agua, un vigilante nocturno, un manitas que mantenía el generador en funcionamiento, tres barrenderos del hospital, un jardinero y su ayudante, y el lavandero y su familia, que se encargaban de la interminable colada. En total había 30 personas en la lista.

Quizás no era exactamente lo que Bhore tenía en mente cuando imaginaba 36 miembros del personal asignados a dos médicos. Pero estaba cerca, y las hermanas habían cumplido las recomendaciones de Bhore casi al pie de la letra, creando un hospital básico de atención primaria y un centro de salud en la aldea que dedicaba la mayor parte de sus recursos a las enfermedades contagiosas de fácil tratamiento, la mortalidad infantil y el parto, y una escuela para formar enfermeras.

La escuela de enfermería acabó atrayendo a generaciones de mujeres indias como estudiantes, algunas de ellas apenas adolescentes, muchas de ellas también huérfanas de madre o de padre. Estas jóvenes obligarían a la orden a examinar todo lo relacionado con su trabajo en la India y lo que significaba ser misioneras. Después de Lazaro, el hospital encontró finalmente a su «doctora», Mary Wiss, una hermana de su orden que tendría que elegir entre su vocación religiosa y su vocación de cirujana.

La India ha dado muchos giros hacia dentro y hacia fuera en los 75 años transcurridos desde la independencia, y aunque sigue siendo una democracia orgullosamente pluralista, esa tradición parece cada vez más frágil. El hospital ha logrado perdurar a pesar de todo. Su presencia, como institución fundada y dirigida por mujeres, se erige como un desafío a los que están en el poder, un recuerdo duradero de aquellos primeros años y de aquel momento cristalino de esperanza.

Por Jyoti Thottam, del New York Times
Jyoti Thottam (@JyotiThottam) es miembro del consejo editorial. Fue jefa de la oficina de Asia Meridional de la revista Time de 2008 a 2012 y es autora de «Sisters of Mokama: The Pioneering Women Who Brought Hope and Healing to India» [Hermanas de Mokama: las pioneras que trajeron esperanza y sanación a la India], del que se ha adaptado este ensayo.
Fuent
e: https://nazareth.org/

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