“Se asombraban porque enseñaba con autoridad”
1 Sam 1, 9-20; 1 Sam 2; Mc 1, 21-28.
En el relato evangélico de hoy, hay algo que queda tan claro como el sol de medio-día: Jesús hablaba de tal manera, con tal fuerza y convicción, que impresionaba y convencía a la gente. Su “autoridad” consistía en eso precisamente, en la fuerza de convicción que todo el mundo notaba y percibía. No era, por tanto, una autoridad asociada a un cargo, a un poder, a un mando. Era la suya una autoridad carismática y profética, asociada a su persona y a su manera de vivir. Aquí residía la fuerza de su atracción, su autoridad, como afirma el Evangelio. La autoridad de los letrados era muy diferente.
En realidad, estos “funcionarios” de la religión o “teólogos de oficio”, tenían muy poca autoridad, por no decir, ninguna. Eran expertos no en la experiencia de Dios, sino en la casuística a la que sometían a todas las personas. Por esta razón, aquellos hombres resultaban odiosos para la mayoría de la población. Ir por la vida imponiendo normas, obligaciones, prohibiciones y censuras es mala cosa. Aunque eso se haga en nombre de Dios. La gente espera de los hombres de Dios, no que les impongan cargas pesadas y absurdas, sino que les den esperanza y luz en la vida. Porque así es Dios.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Francisco Javier Álvarez Munguía C.M.
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