“El que se engrandece a sí mismo, será humillado.
Rom 11, 1-2. 11-12. 25-29; Sal 93; Lc 14 1. 7-11.
Este evangelio nos propone la humildad.
¿Por qué, para ser un buen seguidor de Jesús es necesario ser el último, el servidor de todos? ¿No es una falsedad aparentar lo que no se es? Aquí no cabe otra explicación que el mismo misterio de Jesús que, siendo Dios, se abajó y se hizo uno de nosotros. La parábola de los primeros y los últimos puestos en un banquete le sirve a Jesús para poner de manifiesto la humildad. Con gran sencillez, el Maestro nos enseña cuál es el pensar de Dios. Y nos lo enseña usando nuestro mismo deseo de ser estimados, un deseo legítimo, siempre y cuando no justifique un obrar injusto.
El ejemplo más claro lo tenemos en la Santísima Virgen. ¿Quién era esta mujer? Una nazarena sencilla, humilde, una más entre tantas mujeres pobres. Recibe el anuncio del ángel y no se envanece; sigue siendo “la esclava del Señor”, humilde, sencilla y servidora, por eso se pone en camino y va a visitar a su prima Isabel para servirla. Este obrar sencillo y humilde tiene una característica más, que recalca Jesucristo al final de este pasaje: da sin esperar recibir.
El Señor nos dice: precisamente por eso, porque no obras para conseguir algo a cambio, mi Padre te premiará y los premios de Dios valen mucho más que los mayores reconocimientos humanos.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Guillermina Vergara Macip, AIC México
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