Me encantaría que la gente me describiera como «un hombre sencillo». Por desgracia, eso no ocurre, ni debería ocurrir. No me presento como un hombre sencillo, por mucho que admire y desee esta virtud. Casi parece contradictorio hablar de la dificultad de ser sencillo. Me parece que no conozco a muchas personas así. Las pocas que conozco me atraen. Me encanta pasar tiempo con ellas. Sólo quiero escucharles mientras hablan de lo que hacen, de cómo ven la vida y de dónde esperan marcar la diferencia. Las personas que practican la sencillez ofrecen una verdadera bendición a sus comunidades.
Caracterizo a José como un hombre sencillo. Dado su lugar en la historia de la salvación, es extraordinariamente ordinario. No fue concebido sin pecado original; no fue asumido en el cielo —supuestamente murió una muerte normal rodeado de su familia, lo cual fue probablemente todo lo que él, o cualquiera de nosotros, desearía—. La tradición no asigna a José ningún milagro, ni oración, ni discurso en su vida; no es el centro del mercado de las apariciones. José fue un hombre bueno, un hombre tranquilo que hizo todo lo que el Señor le pidió. Su sencillez y solidez son un modelo valioso para nosotros en estos tiempos que parecen valorar la complejidad, el artificio y la ilusión.
Esta sencillez conecta con su obediencia. En cada encuentro con la presencia divina, José recibe instrucciones sobre lo que debe hacer y lo hace sin dudar ni debatir (Mt 1,18-24; 2,13-14, 19-21, 22-23). El seguimiento absoluto de la instrucción divina se produce con tanta rapidez en el relato bíblico que pone de manifiesto la firme conexión entre lo que el Señor pide y lo que José desea. No hace falta añadir nada más.
Jesús animó a actuar con absoluta sencillez:
Sea vuestro lenguaje: «Sí, sí»; «no, no»: que lo que pasa de aquí viene del Maligno. (Mt 5,37)
Se puede reconocer aquí la influencia de José en la vida y el ministerio de Jesús. Vicente de Paúl caracterizó a Jesús como «la sencillez personificada» y enseñó a sus seguidores:
“La sencillez es la virtud que más amo y a la que, creo, presto más atención en mis acciones»
Como vicenciano, valoro esa orientación de un hombre que conocía bien la virtud.
En mis años universitarios, tenía dos pósters de Henry David Thoreau en mi pared. Contenían pasajes de sus escritos en Walden. Uno decía:
«Nuestra vida se desperdicia por los detalles… ¡Simplicidad, simplicidad, simplicidad! Digo que nuestros asuntos sean como dos o tres, y no como cien o mil… Simplifica, simplifica».
Escucho las palabras de Thoreau; acepto la guía de Vicente; creo en la exhortación de Jesús; y reconozco el ejemplo de José. La vida puede parecer muy complicada y las decisiones sencillas parecen difíciles de tomar. Quiero pedir el don de ser más sencillo y le pido a José que sea mi intercesor por esa virtud que él conoció con tanta claridad y acción.
Todos pueden encontrar en san José —el hombre que pasa desapercibido, el hombre de la presencia diaria, discreta y oculta— un intercesor, un apoyo y una guía en tiempos de dificultad. San José nos recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación. (Papa Francisco, Patris Corde, Prefacio)
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