Jesús encarna lo que es adorar al Padre en Espíritu y verdad. Se espera, por lo tanto de los cristianos que seamos tales adoradores.
Los hombres somos capaces de estropearlo todo (SV.ES XI:174. 176. 236. 238. 314. 409. 450. 458). Estropeamos aun el culto de Dios, por lo que nos volvemos falsos adoradores. Y resultan odiosas y farsas nuestras fiestas, limosnas, oraciones y ayunos (Is 1; 58; Mt 6).
Pero se nos pide a los cristianos que seamos verdaderos adoradores. Y lo seremos si nos fijamos en Jesús, en sus obras y palabras. Esto supone, claro, intimidad con él; su savia ha de fluir en nosotros.
Y conocer a Jesús es conocer al que da el culto grato al Padre. Es que hace él hasta la muerte la voluntad del Padre (Heb 10, 5-10; Fil 2, 8; Sal 40, 7-9). Y no se puede destacar lo bastante que por el sacrificio de su cuerpo y sangre, consagrados somos todos.
Así nos ama Jesús hasta el extremo. Y por amarnos, nos da él a conocer el amor del Padre. El amor de Jesús refleja, sí, el amor del que tanto ama que entrega a su Hijo único. Su experiencia del amor del Padre que comunica y contagia los deja a los de las periferias palpar la bondad del Padre. Y no hay duda de que el amor de san José ayudó no poco a Jesús a gustar la bondad del Padre.
Se nos hace ver el amor del Padre para que nos hagamos verdaderos adoradores.
El amor de Jesús da a conocer que Dios es amor. No cabe duda de que Dios hace proezas y salva con mano fuerte y brazo poderoso. Pero es Padre, primero que nada. Y aun quiere que le gritemos de modo más tierno: «¡Abba! (Padre)».
Es Padre, sí, de todos nosotros, seamos de la raza, lengua o nación que sea. Acoge él a hombres y mujeres de toda religión; ama a los buenos y malos, a los justos e injustos.
Y está en el cielo, pero se abaja para mirar a la tierra. Pues él nos alza de la basura, nos da de comer y nos perdona. También nos toma él de la mano para que no nos caigamos y para que nos libremos del mal.
Así que el Dios al que da a conocer Jesús no está lejos, sino cerca. No se encierra en sí mismo; se abre más bien a los demás, y su ser rebosa de vida y de amor. Y es por eso que vivimos, nos movemos y existimos. También por eso, el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
Y por el bautismo se nos capacita para sumergirmos en esa vida y en ese amor. Si así nos sumergimos, si nos rebosamos de vida y amor al igual que Jesus, seremos adoradores en Espíritu y verdad. Vivir como buenos hijos e hijas del Padre, alimentarnos, perdonarnos, confirmarnos, librarnos del mal unos a otros es ser verdaderos adoradores. Si conocemos así el misterio de la Santísima Trinidad, no correremos el riesgo de no salvarnos (SV.ES XI:104).
Señor Jesús, concédenos sumergirnos en el amor del Padre y así convertirnos en verdaderos adoradores.
30 Mayo 2021
Santísima Trinidad (B)
Dt 4, 32-34. 39-40; Rom 8, 14-17; Mt 28, 16-20
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