Hay momentos en nuestras vidas en los que reconocemos que alguien ha dado en el clavo. Eso sentí cuando leí la reflexión de John Allen en Crux sobre una oportunidad y un desafío para que los católicos jueguen un papel importante en la curación de nuestra profundamente dividida nación. He aquí algunos extractos:
Para empezar, el catolicismo es el único grupo religioso significativo en América donde ambos lados del espectro político de la nación están representados por igual. En general, las encuestas de salida de las elecciones de noviembre muestran que los católicos estaban divididos casi a partes iguales entre Biden y Trump, y ese hecho es fácilmente comprobable en las plataformas de los medios sociales católicos, así como en los medios de comunicación católicos tradicionales.
A nivel personal, tengo amigos católicos americanos que son apasionados partidarios de Trump y amigos que son igualmente críticos implacables, y ambos grupos están compuestos de personas con grandes mentes e incluso mejores corazones. Vivimos en un mundo polarizado, y estos amigos míos son ciertamente capaces de mirar al otro lado con escepticismo e incluso burla; pero eso es lo peor de ellos, no lo mejor.
Imagine si la Iglesia Católica en Estados Unidos asumiera como prioridad pastoral nacional el promover una campaña de curación —no de «diálogo», en el sentido de fomentar el debate político, sino la búsqueda de la amistad a través de las fronteras ideológicas—. Los católicos son una cuarta parte de la población nacional, y cuando el catolicismo en América se mueve con unidad y propósito, el paisaje cultural podría cambiar.
Imagine si cada parroquia católica en América se implicase activamente en la creación de espacios donde los miembros de las grupos competidores pudieran reunirse y hacer algo constructivo: lanzar un comedor de beneficencia, por ejemplo, o construir casas para los sin techo, o acercarse a los ancianos americanos que viven en aislamiento y miedo debido a la crisis de Covid, o ayudar a satisfacer cualquier otro número de necesidades urgentes.
Con el tiempo, podrían descubrir que la opinión de alguien sobre si las máquinas de Dominion Voting Systems eliminaron o no los votos de Trump no es realmente el rasgo definitorio de su humanidad.
El cardenal Wilton Gregory de Washington, D.C., pareció apuntar en esa dirección en su comentario sobre los eventos del 6 de enero [los altercados en el Capitorio en Washington], recordando a los creyentes que están llamados a «reconocer la dignidad humana de aquellos con los que no estamos de acuerdo y tratar de trabajar con ellos para asegurar el bien común para todos».
Se espera que, después de los eventos del 6 de enero, los católicos de base y sus dirigentes acepten este desafío, comenzando con la promesa de evitar el uso de un discurso público que alimente la división. Fue un Adventista del Séptimo Día, el capellán del Senado Barry Black, quien cerró el proceso de certificación con una oración relevante para los católicos también: «Estas tragedias nos han recordado que las palabras importan, y que el poder de la vida y la muerte está en la lengua.»
Entre otras cosas, los «influenciadores» católicos que están ahí fuera —aquellos con muchos seguidores en Twitter, o audiencias de televisión, o que ayudan a dar forma a la conversación de otras maneras— tendrían que aceptar que el 6 de enero fue una reductio ad absurdum en una cultura de la acritud, y que salir con mejor comentario que el oponente ideológico de uno en 280 caracteres no es una manifestación de virtud. Los católicos ordinarios también tendrían que dejar de recompensar tales manifestaciones con sus ojos y sus bolsillos.
¿Puede suceder todo eso? Tal vez, tal vez no, pero si se demuestra imposible en la Iglesia, donde se supone que nuestra propia identidad está arraigada en ser «católico», es decir, universal, ¿qué esperanza hay para la cultura más amplia?
Tal vez sea providencial que Estados Unidos tenga un presidente católico en un momento en que la capacidad de abrazar la diversidad sin división es especialmente crucial. En cualquier caso, si alguna vez hubo un potencial «momento católico» en América, este parecería serlo.
Ojalá lo aprovechemos al máximo.
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