Ser santo a los 15 años

por | Dic 1, 2020 | Formación | 0 comentarios

Imagina a un adolescente de nuestros días. Vive en un país desarrollado, en una de las ciudades más sofisticadas del mundo. Pertenece a una familia no muy modesta, ni muy religiosa, aunque católica de lejos. Es alegre y extrovertido, no especialmente brillante en la escuela, pero hace su esfuerzo. Le gusta el futbol, juega en un equipo; también le gusta nadar, pasear, divertirse, hacer bromas. Por supuesto, como todos los de su edad disfruta las hamburguesas, las pizzas, los jeans, los tenis de moda; disfruta especialmente los helados y la Nutella. Pero lo que le apasiona sobre todo son las computadoras, las redes sociales, los videojuegos… y es muy bueno –casi un genio– en eso, sabe desentrañar los secretos de la programación y sacarles jugo a todas las aplicaciones electrónicas. Es un adolescente normal, de nuestra época.

Ahora imagina a ese mismo adolescente que, además de todo lo anterior, manifiesta algunos intereses y aficiones muy especiales. Le gusta ir a misa y después de la eucaristía se queda largo tiempo de rodillas, frente al Santísimo, como extasiado. Es capaz de cancelar una velada de cine y pizza con los amigos, con tal de no faltar a misa. Reza diario el rosario sin dejar de ser alegre y juguetón.

Imagina que este adolescente, desde niño, se propuso no invertir más de una hora a la semana frente a los videojuegos (que le encantaban). En sus tiempos libres se dedicaba a organizar presentaciones virtuales sobre la extraordinaria grandeza de la Eucaristía y sus efectos milagrosos en la vida de los hombres. Imagina a ese joven que a los 14 años tiene claro por qué y para qué vino al mundo y que es capaz de declarar con decisión: “Estar siempre unido a Jesús, ese es mi proyecto de vida”. Este joven era capaz de entregar sus tenis nuevos o su sudadera favorita a un indigente, o preparar bocadillos para los pobres que encontraba de camino a la escuela, deteniéndose a charlar con ellos, a quienes conocía por sus nombres.

Imagina que este adolescente, lleno de vitalidad y de carisma, un día enferma de una leucemia muy agresiva (tipo M3). En una semana la enfermedad acabará con su vida y antes de que todos fueran plenamente conscientes de la gravedad de su enfermedad, tiene que dejar este mundo. Imagina que este joven, de quince años, murió ofreciendo sus dolores por el Papa y por las necesidades de toda la Iglesia. Imagina que murió feliz porque había procurado que su corta vida corriera, como un auto deportivo, por una “autopista hacia el cielo”.

Todo lo anterior no es ficción, es la vida de Carlo Acutis, beatificado recientemente en la ciudad de Asís, cuya fiesta litúrgica se celebró, por primera vez, el 12 de octubre pasado.

Carlo Acutis Salzano nació el 13 de mayo de 1991 en la ciudad de Londres. Pero es italiano, vivió y creció en Milán. Sus padres Andrea y Antonia (que presenciaron conmovidos la ceremonia de beatificación), personas de éxito profesional y económico, fueron edificados por su hijo. “Carlo fue mi salvación”, revela su madre quien cuenta que había asistido a misa tres veces en su vida (bautismo, primera comunión y boda) pero que, después de la primera comunión de Carlo, tuvo que comenzar a ir más frecuentemente ya que debía llevar a su hijo, que lo pedía con insistencia.

Carlo vivía de manera fresca y natural su relación con Jesús, sin afectaciones o falso pietismo. Sobre su forma de orar decía: “No hablo con palabras, solo me recuesto sobre su pecho, como San Juan en la Última Cena”. La Eucaristía era, para él, el tesoro más grande, “es lo más increíble que hay en el mundo”, es “una autopista hacia el cielo”, decía. Respecto a cómo ser feliz comentaba: “La tristeza es dirigir la mirada hacia uno mismo, la felicidad es dirigir la mirada hacia Dios. La conversión no es otra cosa que desviar la mirada desde abajo hacia lo alto. Basta un simple movimiento de ojos”. Hablaba de que, a causa de su fe en Jesús, había descubierto “la gran dignidad de cada ser humano y de que cada persona refleja la luz de Dios”. Trataba con caridad y respeto a todos y a todas (no le faltaban aspirantes a novias) porque estaba verdaderamente convencido de que “el cuerpo es templo del Espíritu Santo”. Cuando le preguntaban sobre sus confesiones frecuentes, el respondía: “igual que para viajar en globo hay que descargar peso, también el alma, para elevarse al cielo, necesita quitarse de encima esos pequeños pesos que son los pecados”.

A Carlo le gustaba hablar de sus experiencias con los amigos. Uno de ellos recuerda que les insistía que para ellos también había “un propósito especial de Dios desde la eternidad”, y que podían ser santos si de veras lo querían.

¿Podemos dudar de la maravillosa acción del Espíritu Santo que configura vidas tan hermosas, tan plenas, aún hoy, en estos días?

Carlo entró en la gloria el 12 de octubre del 2006. Partió en paz y feliz de encontrarse con el Amigo.

P. Silviano C. c.m.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.

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