Cada semana, un miembro de la Familia Vicenciana nos compartirá una porción su experiencia en estos últimos meses. Desde lo íntimo de su corazón, propondrá un mensaje de esperanza, porque (estamos convencidos) también hay lecciones positivas que aprender de esta pandemia.
Soy hijo y nieto de sardineras de Santurce (España). De chaval tenía muchos amigos, todos íbamos a clase con las Hijas de la Caridad del Patronato; nuestra vida era la calle, el bote y la mar. Las casas de los pobres no estaban construidas para permanecer en ellas muchas horas. Tengo 90 años, pero con la cabeza en su sitio. Lo que me fallan son las piernas desde hace dos años. Hasta entonces salía a la calle y realizaba el ministerio sacerdotal, creo que con dignidad. Ya llevo dos años sin poder salir de casa, asomándome a la ventana y distrayéndome viendo pasar a la gente por la calle y a los coches pasar con elegancia. Es una distracción, pero la mejor distracción hasta la llegada de esta dichosa pandemia era comprobar la grandeza de la amistad. Los amigos salían a la calle, iban a celebrar la eucaristía, andaban por la ciudad y se enteraban de sucesos que luego comentábamos, discutíamos, aprobábamos o negábamos. Con la pandemia todo esto se acabó y el silencio se apodera de las bocas.
Si antes cada hora y media dejaba de escribir artículos para FamVin u otras revistas y me asomaba a la ventana para descansar y distraerme formando palabras con las letras de las matrículas, ahora no pasa un alma, ni coches ni personas. Parece que vivo en una ciudad muerta, de película de ciencia ficción.
Si antes los amigos eran un altavoz que me anunciaban los acontecimientos y me ponían al día de las noticias, ahora no hay periódicos y a los amigos se les ha prohibido salir a la calle solitaria, sin un motivo razonable dejado al criterio de los municipales.
Pero esta situación me ha dado la oportunidad de tratar más a Jesús y a la Virgen María, a los que invito a bajar a las plazas y a las calles y a mi ventana y charlamos como amigos. Estos amigos sí vienen a visitarme continuamente y les pido con insistencia: del contagio del coronavirus líbranos, Jesús; del contagio del coronavirus líbranos, Virgen María, Madre nuestra. Porque es muy triste vivir sin amigos o sin que esos amigos vengan a visitarnos. Mas estos dos amigos nunca fallan.
Porque el coronavirus no lo ha enviado Dios ni es un castigo divino. Ha brotado como un resultado de las leyes naturales o de la actuación humana. Pero Dios sí puede iluminar a los científicos para que encuentren los remedios eficaces. Desde mi ventana rezo y pido al Padre Todopoderoso que ayude a tantos pobres sin hogar, o en hogares en malas condiciones, a encontrar amigos que los acojan o refuerce sus habitaciones para que, después de haber comido algo, puedan recibir a los amigos y juntos asomarse a la ventana y descubrir la presencia divina en la cara de las personas que pasan.
P. Benito Martínez, C.M.
¿Quieres compartir con la Familia Vicenciana alguna experiencia tuya, concreta y positiva, durante este tiempo de pandemia? Si es así, por favor rellena el siguiente formulario. No es necesario que sea muy extenso, 300-400 palabras es suficiente:
Gracias, Padre Benito, por su lección bien conmovedora sobre lo importantes que son los amigos. Cuénteme entre sus amigos aunque de lejos, ya que por sus artículos en Famvin usted seguramente hace muchos amigos en la persona de sus lectores.
Me quedo admirado de usted realmente que sigue ejerciendo su ministerio vicentino por medio de sus escritos. Usted me recuerda lo que dijo san Vicente sobre los pretextos que podrían alegarse para dispensarse uno de la obligación de evangelizar a los pobres (SV.ES XI:57): «En lo que a mí se refiere, a pesar de mi edad, delante de Dios no me siento excusado de la obligación que tengo de trabajar por la salvación de esas pobres gentes; porque, ¿qué me lo podrá impedir? Si no puedo predicar todos los días, ¡bien!, lo haré dos veces por semana; si no puedo subir a los grandes púlpitos, intentaré subir a los pequeños; y si no se me oyese desde los pequeños, nada me impedirá hablar familiar y amigablemente con esas buenas gentes, lo mismo que lo hago ahora, haciendo que se pusieran alrededor de mí como estáis ahora vosotros».