¿Tuviste la oportunidad de ver la bendición «Urbi et Orbi» del papa Francisco, el 27 de marzo? La fe y la oración fueron el centro de este sencillo pero dramático evento. El servicio, en una plaza de San Pedro totalmente vacía, fue impactante. Cada vez que las cámaras ofrecían una vista desde atrás del papa y mirábamos hacia afuera, a través de las puertas de la Basílica, veíamos este panorama sin precedentes (expresión que puede estar apareciendo mucho durante estos días) de este histórico lugar de reunión, sin una sola alma. Habitualmente, con la presencia del Santo Padre, el área se llenaba de visitantes y peregrinos. Como muchas otras imágenes que se abren camino hasta nuestros ojos en estos días, esa visión resalta el poder de la pandemia que sufrimos.
Mientras observaba el servicio religioso, tres elementos capturaron mi atención. Claramente, se destacaban porque el papa Francisco los llevó a la Plaza de San Pedro por alguna razón en este servicio. La meditación del Santo Padre llamó nuestra atención sobre estos símbolos y su significado actual para nosotros.
Uno de ellos era el icono de la Santísima Madre, Salus Populi Romani, que cuelga en la Basílica de Santa María la Mayor en Roma. Descrita tradicionalmente como obra de san Lucas, esta imagen ha sido asociada con María como la Protectora de Roma. En el siglo VI, centrándose en esta imagen, la ciudad buscó la intercesión de María para liberarse de una plaga.
Un segundo fue el «crucifijo milagroso» que normalmente cuelga en la Iglesia de San Marcelo en Roma. A principios del siglo XVI, este crucifijo llamó la atención del pueblo romano, pues permaneció ileso en medio de un devastador incendio. Luego, durante la plaga de 1522, el pueblo rezó ante este símbolo fundacional de nuestra fe, y fueron liberados.
Y lo más importante: el Papa Francisco enfatizó para nosotros la centralidad del Santísimo Sacramento a través de la Exposición que presidió en el Atrio de la Basílica. Enseñó, una vez más, cómo los cristianos deben encontrarse de rodillas ante el Señor mientras buscan la protección y la sanación de Dios, así como el alimento.
Llamar nuestra atención sobre nuestra Madre, sobre la realidad de la Cruz, y sobre la presencia sacramental del Señor entre nosotros proporciona una clara orientación sobre cómo debemos proceder y rezar como pueblo cristiano en estos días. El papa concede una indulgencia plenaria a aquellos que se unen a esta oración.
Como la mayoría de ustedes, me conmueve la extraordinaria forma en que Francisco captó nuestra atención con sus vibrantes imágenes. Escuchen la forma en que atrajo nuestra imaginación y dio palabra a nuestros sentimientos durante su predicación, después de la lectura de la Escritura de la tormenta en el mar (Mc 4:35-41):
Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas.
¡Sabemos exactamente lo que dice! Luego, después del cuerpo de su homilía, nos ofrece la fuerza con sus últimas palabras:
Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).
Sólo podemos responder: «Amén».
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