Desde hace más de diez años voy conociendo a Jesús en la compañía de las Hijas de la Caridad, pero estoy convencida de que los fundamentos de esta relación tienen su fundamento en la oración diaria en familia, la santa misa dominical, las condiciones modestas de vida y la experiencia en mi infancia del tiempo libre con mis padres y hermanos.
Junto con una mayor conciencia y anhelo de Dios, comencé a buscar algo más. Mientras estudiaba en la universidad técnica y durante los estudios de tres años, me sentía insatisfecha … deseosa de silencio. Lo encontré en una iglesia cercana, donde desde hace muchos años se adora diariamente al Santísimo Sacramento. Traté de estar todos los días, al menos durante 15 minutos, con Jesús. Sin darme cuenta de que Él daba forma a mi corazón con amor.
Finalmente, llegó el momento de preguntarle: “¿Qué quieres que haga en mi vida?” Todos saben la respuesta y me parecía que Él se olvidaba de dármela a mí. Definitivamente le presenté mi propuesta de que si Él me quería en un “monasterio”, me diera una señal específica (porque si me hablaba en parábolas, ¡ciertamente yo no entendería nada!).
Y esperé, y esperé, pasé los exámenes, trabajé, pero en el fondo sentía un silencio sordo, ¡NADA! En mayo, las Hijas de la Caridad me invitaron a un retiro en la Casa Provincial para celebrar la solemnidad de Pentecostés. Como no tenía planes importantes decidí ir confiando en que, como era el día del Espíritu Santo, Dios tendría una gran oportunidad para darme la señal esperada. Que gran decepción cuando llegué a casa sin nada.
Por eso me dije que, dado que Él todavía estaba en silencio, yo era indiferente para Él. Escondí el rosario en el fondo de mi mochila, caminé por la iglesia más deprisa que nunca, la iglesia que visitaba todos los días y dejé de decirle cómo era mi día. Estuve dos semanas viviendo de esta manera, pero después ¡llegué a la conclusión de que me era imposible vivir así! Y todo volvió a la normalidad. Comencé a planificar mi futuro y a tomar decisiones específicas para cumplirlas. Defendí mi licenciatura, hice todo el trabajo en la granja y a finales de julio fui nuevamente invitada a un retiro. Esta vez decidí ir con paz en mi corazón y con la intención de despedirme de las Hermanas.
Mientras tanto, ¡Dios me sorprendió! Los días de formación fueron dirigidos por un sacerdote que no me conocía y a quien yo no conocía. El sábado, durante la adoración, fui a recibir el sacramento de la reconciliación y el sacerdote me preguntó: “¿Por qué tienes miedo de ser Hija de la Caridad?” Recuerdo mi reacción: JESÚS, ¿ERES TÚ? ¡Nadie sabía sobre mis dudas! Y como el sacerdote no me conocía, significaba que Dios mismo me daba la señal deseada. Salí del confesionario con la convicción de que sería Hija de la Caridad, aunque todavía no sabía lo que hacían. En 2008, en la Solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María, le pedí a Sor Visitadora mi admisión en la Compañía. Hace tres años hice los votos por primera vez.
Ese sábado por la tarde me di cuenta de que Dios da la respuesta, no cuando se desea, sino cuándo Él cree que estas preparada para aceptar nuevas gracias. Desde esa confesión, ha cambiado también mi visión del sacramento de la penitencia. Todos los días pido la Luz del Espíritu Santo para los sacerdotes que prestan su servicio en el confesionario. Y Dios, todos los días, va formando mi corazón, podando lo que no procede de Él y levantándome cuando caigo. Soy feliz de haber sido llamada a esta vocación.
Sor Aneta, Provincia de Varsovia
Fuente: http://filles-de-la-charite.org/
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