En la liturgia eucarística de la Santa Misa, al hablar de las virtudes de Cristo, el misal enfatiza que Jesús «anunció a los pobres la salvación, a los oprimidos la libertad y a los tristes la alegría». Este es uno de los pasajes más hermosos de la celebración, ocasión en la que reflexionamos sobre la misión de Nuestro Señor aquí en la Tierra y, al mismo tiempo, nuestro papel como católicos.

Si somos imitadores de Cristo («cristianos»), también hemos de hacer lo mismo: llevar la salvación, la libertad y la alegría, con entusiasmo, a quien lo necesita. Y si somos vicentinos, ese desafío se vuelve más urgente y revigorizante, pues tratar con los pobres, buscando entender sus necesidades y sin juzgarlos, es el papel principal de los consocios.

Jesús anuncia que el reino de Dios es de los pobres incondicionalmente y los declara bienaventurados, porque ya les pertenece. Por lo tanto, quien anuncia el Evangelio a los pobres forma parte de los pobres, él mismo se vuelve pobre en su comunión. Solo en la comunión con los pobres se abre el Reino de Dios para todos.

El Catecismo de la Iglesia Católica, en su artículo 489, destaca que Dios escogió a los considerados «débiles» o «incapaces» para mostrar su fidelidad: Ana (madre de Samuel), Débora, Rut, Judit, Ester y otras muchas mujeres. María es la primera entre los humildes y los pobres del Señor, que confiadamente esperaron y recibieron la salvación de Dios[1]. Con ella, en fin, tras la larga espera de la promesa en el Antiguo Testamento, se cumplen los tiempos.

Al anunciar a los pobres la salvación, Jesús no solo se refería a los «materialmente» clasificados como pobres, sino a todos los fieles que fueran «pobres en espíritu»: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos»[2]. Jesús quiso decir que los humildes, los no orgullosos, serían los destinatarios de la bienaventuranza. Dios quiere personas con «espíritu rico» de amor y «espíritu pobre» de orgullo.

Los «pobres de espíritu» son los que no tienen orgullo, y los ricos espiritualmente son los que acumulan tesoros en el Cielo, donde la polilla no los roe y los ladrones no los alcanzan. Los «pobres de Espíritu» son los humildes, que no muestran lo que saben ni dicen lo que tienen: ¡la modestia es su distintivo! Por eso la humildad es su «billete de entrada» en el Reino de los Cielos. Sin la humildad, ninguna virtud se mantendría. La humildad es la propulsora de todas las grandes acciones y actos de generosidad. ¡Bienaventurados los humildes, pues de ellos es el Reino de los Cielos!

Toda la vida de Cristo fue una continua enseñanza: su silencio, sus milagros, sus gestos de compasión, su oración, su amor incondicional por el hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, su cruz redentora y su resurrección. Todo —dice el Catecismo— es plena actuación de su palabra y cumplimiento integral de la Revelación.

Por lo tanto, queridos vicentinos, nuestra misión es anunciar la salvación a los pobres. Cada Conferencia Vicentina podría elaborar una especie de «plan de evangelización» de los asistidos, en el que las acciones de caridad se centren no solo en la entrega de bienes materiales y productos alimenticios, sino en la difusión de la Palabra de Dios y en la búsqueda de nuestra santificación personal. Solo así seremos igualmente pobres con nuestros pobres socorridos. Meditemos.

Notas:

[1]     Cf. Lumen Gentium, 55: «Ella sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que confiadamente esperan y reciben de Él la salvación».

[2]     Mt 5, 3.

Renato Lima de Oliveira
16º Presidente General de la Sociedad de San Vicente de Paúl

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