Conocí a la Hermana de la Caridad de Cincinnati Janet Gildea en noviembre de 2007. Necesitaba un lugar para quedarme cerca de El Paso, Texas, mientras realizaba una investigación para mi tesis de graduación. Dos personas diferentes me sugirieron que me pusiera en contacto con Janet, y ella respondió de inmediato: «Estaremos encantadas de ayudarte en todo lo que podamos». Nunca podría haber adivinado cómo esa conexión cambiaría mi vida.
Pasé unos días con Janet y sus hermanas en «Casa Caridad», una casa imbuida de generosa hospitalidad y claro compromiso con la misión de Jesús. Unos meses después, por amigos comunes me enteré que a Janet le habían diagnosticado cáncer de ovario avanzado, del que sobrevivió. Janet se mantuvo en contacto conmigo durante mis dos años de voluntariado con «Rostro de Cristo» en Ecuador, especialmente cuando me sentí inclinada hacia una llamada a la vida religiosa.
En 2011, me mudé a la comunidad de Janet como voluntaria laica en proceso de discernimiento y, dos años después, me uní a las Hermanas de la Caridad. En todas las idas y venidas de mi viaje desde entonces, Janet ha sido una constante. Ahora, me estoy preparando para profesar mis votos perpetuos, y —aún no puedo creerlo— Janet se ha ido. Su cáncer regresó en los últimos años en varias metástasis, y los implacables tumores cerebrales finalmente la vencieron, el 4 de abril. Habría cumplido 63 años el 11 de septiembre.
El mundo parece diferente sin Janet. Hay un agujero enorme que una vez se llenó con su brillantez, energía y amor. A medida que pasan los meses, se hace más real que nunca recibiré otro correo electrónico de ella, nunca recibiré su sabia guía desde el otro lado de una llamada telefónica, nunca comeré su fantástica comida, nunca la escucharé reírse de sus propias bromas, nunca seré arrastrada a una de sus ideas visionarias, nunca… nunca… nunca… nunca. Algunos días, jadeo bajo el peso del interminable «nunca más».
Sin embargo, la vida continúa.
No, en serio: la vida continúa. Aun cuando la inmensidad de la ausencia terrenal de Janet se hace realidad, también lo hace su nueva presencia misteriosa entre nosotros. Janet creía fervientemente en la vida eterna y en la comunión de los santos. A medida que se acercaba a la muerte, compartía su entusiasmo por la «gran reunión» que se avecinaba. No puedo evitar sonreír al pensar en ella entre todos los fieles que ya ham partido: desde María, a Elizabeth Seton, a sus padres, a las amadas hermanas-mentoras que se han ido antes, a la gente de todos los tiempos y lugares, todos disfrutando del insondable amor de Dios por el que Janet vivió toda su vida.
En esos últimos días, Janet estaba igual de segura de su continua conexión con nosotros. «Busca mucha inspiración del otro lado», me dijo, las dos luchando contra las lágrimas mientras yo le agarraba la mano a la cabecera de la cama. Luego, señaló a su propio corazón, prometiendo que siempre estaría ahí en el mío. Por supuesto, preferiría desesperadamente tenerla en la carne, pero en el fondo, sé que está viva, plenamente, en formas que trascienden mi entendimiento. Nuestra relación ha cambiado pero no ha terminado. Como lo ha sido desde el día que la conocí, Janet sigue siendo una compañera de viaje.
Elizabeth Johnson lo dice así en su libro, Truly Our Sister: «Los que viven en la tierra» y «los que están con Dios en la gloria… forman un círculo de amistad centrado en la gracia del Dios vivo». Sólo conociéndome a mí misma en esta comunión expansiva e intemporal, de la que Janet forma parte, he podido soportar el dolor impredecible de la pena.
Fui a un retiro unos dos meses después de la muerte de Janet, y mi caótico semestre terminó; finalmente, tuve un momento para empezar a absorber la gravedad de lo que había sucedido. El primer día fue la fiesta de la Visitación. Mientras estaba sentada en la quietud de mi cabaña esa noche, las lágrimas comenzaron a fluir por la mujer que era mi Isabel. El «¿Cómo puede ser esto?» de María brotó de mí como un lamento. «¿Cómo puede ser que te hayas ido, Janet?» Lloré hasta la noche. «¿Cómo puede ser que nunca hagamos nuevos recuerdos? ¿Cómo puede ser que las futuras Hermanas de la Caridad no te conozcan? ¿Cómo puede ser que no estés en mis votos perpetuos?» Sentí a María e Isabel allí conmigo en el dolor punzante, quizás acurrucadas a ambos lados, envolviéndome en un abrazo que conoce el vínculo de las mujeres a través de las generaciones.
Pocos días después fue la Fiesta de la Ascensión. Me sentí acompañada por los primeros discípulos que habían seguido fielmente a Jesús, lo perdieron abruptamente en una ejecución brutal, y luego encontraron fuerzas para llevar a cabo su misión después de la resurrección. Así como Jesús lo hizo con sus discípulos, Janet nos había encontrado donde estábamos, nos había llamado a una misión y había viajado con nosotras para formarnos como ministras para el reino de Dios. Ella era una fortaleza, una líder carismática que tocó a tantos y mantuvo a muchos en unión. Y ahora, ella se había ido, y todo era diferente. Mis antiguos antepasados cristianos me animaron: «¡No te quedes ahí mirando al cielo! Por medio de Cristo resucitado, Janet estará siempre con ustedes. Y a través del Espíritu, el mismo que nos dio poder, sabrán cómo llevar adelante la misión juntos».
La semana pasada, cuando se acercaba el 63 cumpleaños de Janet, la tristeza me bañó. Fue una tristeza solitaria, porque en la escuela de postgrado estoy lejos de otras que realmente conocen y aman a Janet. Me puse en contacto con miembros de la comunidad en Cincinnati y El Paso, y planeamos una celebración virtual de video-chat con Janet. Mi comunidad intercongregacional de la CTU (Unión Teológica Católica) también se ofreció a conmemorar el día conmigo. Profundamente conmovida, decidí preparar un desayuno de cumpleaños en honor de Janet; a ella siempre le gustó una mesa llena alrededor de una deliciosa comida. De repente, compartiendo con otros en amor, un día que temía, tomó un espíritu completamente nuevo. En nuestra cocina de la CTU y al otro lado de las millas, Janet cobró vida en historias, risas, oraciones, lágrimas, también en sus platos favoritos béicon y helado de Graeter.
El pasaje del Evangelio en el cumpleaños de Janet era la versión de las Bienaventuranzas de Lucas, pero en la liturgia, nuestro celebrante, el P. Mark Francis, eligió resaltar el mensaje de Mateo: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados». Comenzó admitiendo que había luchado con la audacia de este versículo ante una profunda pérdida. ¿Cómo se puede bendecir el luto? Con el tiempo, sin embargo, ha llegado a comprender la gracia del dolor de dos maneras: es una experiencia profundamente humana y un signo de amor inextinguible.
Nuestro Dios, por naturaleza, es una dinámica comunión de amor. Creados a imagen y semejanza de Dios, ¿no es de extrañar que también nosotros encontremos nuestra vida más plena en la relación? Janet estaba profundamente convencida de esa verdad, siempre reuniendo a la gente, haciendo conexiones y sosteniéndolos, y trabajando en colaboración para el reino de Dios. Ahora, mientras lucho con su muerte, siento que me recuerda desde el más allá que debo confiar en el poder de la comunidad, sostenida en la misericordia de Dios. Incluso cuando el dolor se siente indecible, la solidaridad y el amor nos llevan adelante. Gracias a Dios, la vida continúa.
[Tracy Kemme es una Hermana de la Caridad de Cincinnati que escribió el blog Diario de una Hermana en Formación durante su período de formación. Después de una década en justicia social y ministerio hispano, ella está trabajando hacia su maestría en ministerio pastoral en la Unión Teológica Católica en Chicago.]
Fuente: Global Sisters Report
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