La solemnidad de la Santísima Trinidad me hace pensar en la señal de la cruz. Interpreto el significado de «señal» como la forma en que nos marcamos para indicar a quién pertenecemos. Tertuliano tiene una afirmación poderosa que atrapa mi imaginación:
“En todos nuestros viajes y movimientos, en todas nuestras entradas y salidas, al ponernos los zapatos, en el baño, en la mesa, al encender nuestras velas, al acostarnos, al sentarnos, en cualquier trabajo que nos ocupe, signemos nuestras frentes con la señal de la cruz».
(Me recuerda la insistencia con respecto a la omnipresencia del Shemá en la tradición hebrea [Deut 6,4-9]).) Su énfasis es claro. Somos posesión de Dios, siempre sellados con su signo. Como hijos amados de Dios, necesitamos vivir y actuar sobre la verdad de esa realidad.
He signado personas con la cruz en numerosas ocasiones, en diferentes situaciones. Cuando los padres traen a un niño a la Iglesia para bautizarlo, lo signo con la cruz, e invito a los padres y padrinos a hacer lo mismo. Reclamamos al niño para Dios y lo marcamos en consecuencia. El Miércoles de Ceniza uso la señal hecha con las cenizas para recordarle al receptor su necesidad de reconocer su pertenencia a Dios y el tipo de vida que ese compromiso exige de ellos. En el sacramento de los enfermos, hago la señal de la cruz en la frente y las manos del ungido. Pertenecen a Dios y buscan la curación de su maestro.
En la puerta de la Iglesia, a menudo he visto a padres con un bebé en brazos al que signan con una cruz con agua bendita. Para niños un poco más grandes, un padre puede sumergir la mano del niño en el agua y moverla de la cabeza al pecho a los hombros. Pertenecen a Dios.
Comenzamos nuestra Eucaristía con el signo de aquel en cuyo nombre celebramos y cerramos con una bendición paralela. Antes de proclamar el Evangelio, marco el texto con una cruz que luego aplico a la frente, los labios y el corazón. ¿Puedo dejar que estas palabras demuestren a quién pertenezco por mis pensamientos, palabras y pasiones?
Una y otra vez, en muchas circunstancias diferentes, nos signamos con la cruz para enseñar a los demás, así como a nosotros mismos, la realidad que debe llegar a lo más profundo de nuestro ser, así como reflejarla en nuestras acciones: Pertenecemos a Dios o, en nuestros mejores días, deseamos admitirlo libremente a todos. Permitimos que la señal de la cruz sea una declaración elocuente y física de nuestra creencia y esperanza.
El signo de la cruz nos permite confesar nuestra creencia en nuestro Dios Trinitario de una manera regular, aunque a veces olvidadiza. No obstante, nuestro movimiento nos permite confesar nuestro «pedigrí» con nuestra cabeza, corazón y manos, como nos signamos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
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